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Esta respuesta confundió todavía á Berta, que repitió: —¿Quieres morir?

Esta vez, Jacobo se contentó con hacer una grande y melancólica afirmación con la cabeza, y Berta, que comprendió ese lenguaje, exclamó desesperada: —No quiero... júrame que no es verdad... no quiero... no tienes derecho... ¿Y yo? ¿Y yo?

Cayó de rodillas y abrazó su cintura con frenéticos brazos, levantando hacia él sus ojos espantados y llenos de lágrimas. Y su negra boca seguía vociferando y tuteándole como en otro tiempo: ¿Qué es lo que dices?... Tu padre, tu abuelo y los otros... ¿Qué puede importarte todo eso?... Déjalos donde están. Tú eres joven y hermoso... tú eres tú...

¿Acaso se muere á tu edad y voluntariamente? ¡ Jacobo, Jacobo! yo te lo prohibo.

A pesar de su complacencia, el Vizconde se iba cansando y trató de desprenderse, pero no pudo; hubiera tenido que emplear la fuerza. Entonces trató de convencer á aquella demente: —Tú me olvidarás, Berta. Pero en nuestras familias somos solidarios, es decir, que los hijos pagan por los padres... La nobleza conserva todavía...

Berta le soltó, se levantó de un salto y se echó á reir. En seguida, separando los cabellos grises que le caían por la cara, dijo con fuego: —La nobleza, tu padre, el contagio... basta, todo eso es estúpido. ¿Es por eso por lo que quieres morir?

Pues bien, no morirás; volverás á nuestra casa á ocupar tu puesto. Escúchame, escucha lo que te digo; es claro porque es verdad; Jacobo: tú crees entonces que una nodriza podría quererte como yo te quiero... Tú, que todo lo sabes, no conoces nuestros corazones. Te he querido como una madre, Jacobo, porque soy tu