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V. BLASCO IBÁÑEZ

rando el suelo en un arranque de desesperación, y la vigilancia pesaba sobre él incesante y abrumadora. Si cantaba, le imponían silencio. Quiso divertirse rezando con monótono canturreo las oraciones que le enseñó su madre, y que sólo recordaba á trozos, y le hicieron callar. ¿Es que intentaba fingirse loco? ¡Á ver, mucho silencio! Le querían guardar entero, sano de cuerpo y espíritu, para que el verdugo no operase en carne averiada.

¡Loco! No quería serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho escaso y malo acababan con él. Tenía alucinaciones; algunas noches, cuando cerraba los ojos molestado por la luz reglamentaria, á la que en catorce meses no había podido acostumbrarse, le atormentaba la estrafalaria idea de que, durante el sueño, sus enemigos, aquellos que querían matarle y á los que no conocía, le habían vuelto el estómago del revés. Por esto le atormentaban con crueles pinchazos.

De día, pensaba siempre en su pasado, pero con memoria tan extraviada, que creía repasar la historia de otro.