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V. BLASCO IBÁÑEZ

puso la cara triste, como si temiera que intentase yo otra vez arrojarlo á la vía. Sentí compasión y quise mostrarme bondadoso y alegre, para ocultar los efectos de la sor. presa, que aún duraban en mí.

—Vamos, acaba de subir. Siéntate dentro y cierra la portezuela.

—No, señor—dijo con entereza—. Yo no tengo derecho á ir dentro como un señorito. Aquí, y gracias, pues no tengo dinero.

Y con la firmeza de un testarudo se mantuvo en su puesto.

Yo estaba sentado junto á él; mis rodillas en sus espaldas. Entraba en el departamento un verdadero huracán. El tren corría á toda velocidad; sobre los yermos y terrosos desmontes resbalaba la mancha roja y oblicua de la abierta portezuela, y en ella la sombra encogida del desconocido y la mía. Pasaban los postes telegráficos como pinceladas amarillas sobre el fondo negro de la noche, y en los ribazos brillaban un instante, cual enormes luciérnagas, los carbones encendidos que arrojaba la locomotora.

El pobre hombre estaba intranquilo,