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V. BLASCO IBÁÑEZ

¡fuego! Era tan sencillo, que podía hacerlo un chico.

Sènto, por consejo del maestro, se tendió entre dos macizos de geranios á la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de cañas apuntando fijamente á la boca del horno. No podía perderse el tiro. Serenidad y darle al gatillo á tiempo. ¡Adiós, muchacho! Á él le gustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y además estos asuntos los arregla mejor uno solo.

Se alejó el viejo cautelosamente, como hombre acostumbrado á rondar la huerta, esperando un enemigo en cada senda.

Sènto creyó que quedaba solo en el mundo, que en toda la inmensa vega, estremecida por la brisa, no había más seres vivientes que él y aquellos que iban á llegar. ¡Ojalá no viniesen! Sonaba el cañón de la escopeta al temblar sobre la horquilla de cañas. No era frío, era miedo. ¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca, y al pensar que tras aquella pared de barro dormían Pepeta y los chiquitines, sin otra defensa que sus brazos, y en