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GOLPE DOBLE

los que querían robar, el pobre hombre se sintió otra vez fiera.

Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz de un chantre. Era la campana del Miguelete. Las nueve. Oíase el chirrido de un carro rodando por un camino lejano. Ladraban los perros, transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el rac-rac de las ranas en la vecina acequia interrumpíase con los chapuzones de los sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas.

Sènto contaba las horas que iban sonan de en el Miguelete. Era lo único que le hacía salir de la somnolencia y el entorpecimiento en que le sumía la inmovilidad de la espera. ¡Las once! ¿No vendrían ya? ¿Les habría tocado Dios en el corazón?

Las ranas callaron repentinamente. Por la senda avanzaban dos cosas obscuras que á Sènto le parecieron dos perros enormes. Se irguieron: eran hombres que avanzaban encorvados, casi de rodillas.

—Ya están ahí—murmuró, y sus mandíbulas temblaban.

Los dos hombres volvíanse á todos la-