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—A su edad de V. —repliqué— no debe V. pensar ya en viajes; hay uno que debe preocuparle a V. más y vamos a hablar de ese.

—¿Lo ha hecho V. alguna vez? —me preguntó adivinando mis palabras.

—No, pero otros lo han hecho, como V. y yo lo haremos.

—¿Está V. seguro?

—Y tan seguro.

—¿Pero cómo sabe V. que se hace ese viaje? ¿Quién se lo ha dicho?

—¿Como? quién pues… nuestra Sta. Madre, la Iglesia.

—¿Y a ella quién se lo dijo?

—Jesucristo en sus Evangelios.

—¿Quién hizo los Evangelios?

—Los apóstoles.

—¿Está V. seguro?

—¡Ya lo creo! Además…

—Perfectamente, si V. está seguro, sea enhorabuena; Dios no le puede a V. pedir más porque V. obra como piensa, piensa como cree, y cree según su conciencia. Dios no pide imposibles. —Y consultando su reloj, me convidó a comer con él pues ya era la hora.

Conocí que huía toda discusión; yo, no queriendo exasperarle, aplacé para otro día la conversión, prometiéndome mejor éxito.

Lo que más me alentaba en la tarea que había emprendido era que notaba en él, además de su recto sentido moral, su natural apego o una especie de simpatía a nuestra Sta. Religión. Su mujer y su hija eran católicas, oían misa, confesaban, comulgaban y ayunaban siempre que la Iglesia lo mandaba. Por su parte, aunque él no practicaba los sacramentos, su vida era bastante ejemplar, no se le conocía ni un vicio: curaba gratis a los pobres dándoles hasta las medicinas, distribuía limosnas y no se le oyó nunca hablar mal de nadie, ni del gobierno siquiera, que es todo lo que se puede decir.

—¡Qué lástima —me decía yo muchas veces— que tantas virtudes no sirviesen para nada y que tanta ciencia y tanta abnegación parasen en el infierno! —Verdad es que no le olvidaba en mis rezos, lo que me parece que debía contribuir a mantenerle en tal estado.