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QUO VADIS

fortunio se hallaba junto á él, sobre aquel caballo, sentado á la grupa y gritando á su oido: «¡Roma está ardiendo!» y que al propio tiempo los azotaba á él y á su caballo, impeliéndolos violentamente hacia el lugar del incendio.

Inclinada su desnuda cabeza sobre el cuello del animal, seguía á todo escape, á la ventura, sólo, vestido simplemente con su túnica, sin mirar adelante ni reparar en los obstáculos que pudiera encontrar.

En el silencio de aquella tranquila noche, caballo y caballero, fugazmente iluminados en su rápida (carrera por los rayos de la luna, semejaban la silueta de un fantasma.

El potro de Idumea, caidas las orejas y extendido el cuello, atravesaba como una flecha por entre los inmóviles cipreses y los blancos palacios y casas de campo entre ellos ocultos.

El ruido de los cascos sobre las baldosas del pavimento provocaba aquí y allí los ladridos de los perros, que acompañaban á la extraña visión en su carrera fantástica; y luego, excitados por aquel brusco despertar, seguían aullando vueltos los hocicos á la luna.

Los esclavos, que á gran prisa corrían tras de Vinicio, pronto fueron quedando rezagados, por ser harto inferiores al suyo los caballos que montaban.

Una vez que hubo pasado como una tempestad por la dormida población de Laurento, torció hacia Ardea, en la cual, como en Bovillas y Ustrino, había dejado postas desde el día de su partida para Ancio, á fin de recorrer en el menor tiempo la distancia entre ese pueblo y Roma. Y como sabía que le aguardaban esos caballos de repuesto, iba reventando el que montaba.

Más allá de Ardea parecióle que el firmamento, hacia el lado nordeste, mostraba unos como róseos reflejos.

Bien podían ser esas las primeras luces de la aurora, pues hallábase ya muy avanzada la noche, y en el mes de Julio amanecía temprano. Pero Vinicio no pudo reprimir