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QUO VADIS

—El incendiol—pensó Vinicio.

Las sombras de la noche habíanse disipado desde hacía rato, el alba había dado paso á la luz y en las alturas más cercanas empezaban á notarse unos destellos de oro y ro sa, que ora podían provenir del incendio de Roma, ora de la creciente claridad del día.

Vinicio llegó por fin á la cumbre y un cuadro terrible se extendió ante su vista.

Toda la parte baja se hallaba cubierta de humo y diríase que formaba, por decirlo así, una sóla gigantesca nube apegada á la tierra. En medio de esta nube desaparecian ciudades, acueductos, casas de campo y árboles; pero más allá de esta aterrorizadora y enorme masa gris, la ciudad ardia en las colinas.

El incendio no afectaba la forma de una columna de fuego, cual sucede cuando está ardiendo un sólo edificio, aun cuando sea de las más vastas dimensiones. Aquel parecia más bien un largo cinturón ó faja, cuyo extendido fulgor habría podido compararse á la difusa claridad de la aurora.

Sobre aquel vasto cinturón se alzaba una onda de humo, en algunos puntos enteramente negro, en otros al parecer de color de rosa, en otros de color de sangre. Habia lugares en que el humo se retorcía como en espiral, en otros volvíase denso y en los de más allá se estrechaba y retorcia semejante á una serpiente que se extiende y desarrolla.

Y esa monstruosa ola humeante, parecia por momentos cubrir aún el cinturón de fuego, el cual entonces volvíase tan estrecho como una cinta; pero poco después esta cinta ignea iluminaba el humo en la parte inferior, transformando sus volutas inferiores en ondas llameantes.

Humo y llamas extendíanse de un extremo del firmamento al otro, cubriendo la parte inferior de éste, á la manera de un bosque denso, que ocultara el hori-