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QUO VADIS

—Que me sigan los senadores aquí presentes, y también Pisón, Nerva y Senecio.

Y descendió lentamente las gradas del arco del acueducto.

Las personas á quienes había designado le siguieron con alguna vacilación, pero al mismo tiempo animados de cierta confianza al reparar en la calma que demostraba el árbitro.

Petronio se detuvo al pie de las gradas, ordenó le trajesen un caballo blanco y montado en él púsose á la cabeza de la cabalgata, y emprendió la marcha por entre las es pesas filas de los pretorianos hacia la arremolinada y rugiente multitud.

Ibá desarmado, llevando en la mano tan sólo un delgado bastón de marfil que de ordinario usaba.

Cuando hubo avanzado suficientemente, desvió su caballo y se mezcló entre la multitud.

Y en derredor y á la luz del incendio, pudo verse alzadas multitud de manos que empuñaban toda clase de armas y proyectiles, y por do quiera había ojos irritados, rostros sudorosos, bocas vociferadoras y espumajeantes.

Un enfurecido torbellino de pueblo rodeó al árbitro y á su séquito; por todos lados divisábase un mar de cabezas agitadas, terribles, jadeantes, rumorosas.

Aquel estruendoso y múltiple estallido humano aumentaba por grados, hasta convertirse en un colosal rugido indescriptible.

Sobre la cabeza de Petronio blandían estacas ó perchas y hasta espadas; algunos individuos, con las manos crispadas, se abalanzaban hacia las riendas de su caballo y hacia su persona, pero él proseguía su marcha, frío, indiferente, desdeñoso.

Por momentos hacía á un lado con su bastoncillo las cabezas de los más audaces, como si estuviera abriéndose paso por en medio de una multitud tranquila; esta cal-