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QUO VADIS

ma confiada y esta serena indiferencia desarmaban y dejaban atónita á la enfurecida plebe.

Por fin le reconocieron y multitud de voces empezaron á gritar de todos lados: —Petroniol ¡El Arbiter Elegantiarum! Petronio! ¡Petronio!

Y á medida que ese nombre iba circulando de labio en labio, fbanse humanizando aquellos terribles rostros y disminuyendo el estrépito de sus salvajes alaridos; porque ese exquisito y elegante patricio, si bien jamás se había esforzado por captarse la voluntad del pueblo, seguía siendo su favorito.

Tenía fama de hombre generóso y magnánimo, y su popularidad había tomado gran incremento, especialmente desde el día en que con motivo del asunto de Pedanio Segundo pidió el árbitro fuera mitigada la cruel sentencia por la que habían sido condenados á la pena capital todos los esclavos de aquel prefecto.

Y fueron especialmente los esclavos quienes desde entonces más le amaron, con ese amor sin límites que los desgraciados y los oprimidos consagran á quienes les demuestran la más ligera simpatia.

Además, en aquel momento agregábase á todo eso la curiosidad por oir lo que diría el enviado del César, pues ninguno abrigaba ya dudas de que era el César quien le había mandado.

Petronio se quitó la blanca toga orlada de escarlata y levantóla en lo alto haciéndola ondear sobre su cabeza, en demostración de que deseaba hablar al pueblo.

—Silencio! ¡Silencio!— gritaron de todos lados.

Después de algunos momentos reinó por fin la calma.

Petronio irguióse entonces sobre su cabalgadura, y dijo con voz clara y firme: —Ciudadanos! Escuchadme, y repetid mis palabras á los que estén más lejos; y entre tanto, sabed conduciros, todos vosotros, como hombres y no como las fieras del circo.