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QUO VADIS

Y la ciudad seguía ardiendo incesantemente.

La violencia del fuego no vino á disminuir sino al sexto día, cuando las llamas hubieron alcanzado hasta los sitios vacíos del Esquilino, en donde había sido demolida expresamente una gran cantidad de casas. Pero los hacinamientos de escombros encendidos daban todavía una luz tan viva, que el pueblo no creía que hubiese llegado aun el fin de la catástrofe. Y en efecto, el fuego empezó á arder con renovada fuerza la séptima noche, en las casas de Tigelino, pero tuvo corta duración por falta de combustible.

No obstante, las casas incendiadas seguían derrumbándose aquí y allí, y arrojando al cielo columnas de llamas y de chispas.

Pero la superficie de las ardientes ruínas empezó luego á volverse negra. Y después de la puesta del sol firm mento dejó de presentar reflejos de luz sangrienta. Sólo al caer la noche se veían titilar, sobre aquel vasto espacio lóbrego, unas como lenguas azules que surgían de entre los montones de escombros humeantes.

De las cartorce divisiones de Roma, quedaban sólo cuatro, inclusive el Trans—Tiber. Las llamas habían devorado todas las demás.

Cuando por úlfimo los montones de escombros se hubieron convertido en cenizas, todo el espacio visible entre el Esquilino y el Tiber no formaba sino una inmensa extensión siniestra, gris, vacía, muerta.

En esa extensión mirábanse en pie hileras de chimeneas que se dirian tras tantas columnas puestas sobre los sepulcros de un cementerio. Por entre ellas circulaban durante las horas del día grupos sombríos de pueblo, en busca de objetos preciosos los unos, y los demás tratando de hallar entre las ruinas los despojos de algún sér querido.

Por la noche los perros aullaban sobre los escombros y las cenizas de las antiguas moradas.

La liberalidad del César y los auxilios que había distri.