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QUO VADIS

los esperaban las personas con quienes el prefecto había hablado ya.

Estos eran dos rabinos del Trans—Tiber,—mitrados y revestidos con trajes largos y solemnes,—su ayudante un joven copista, y además Chilo.

A la vista del César, los sacerdotes pusiéronse pálidos de emoción, y levantando desmesuradamente los brazos hiciéronle profundísima reverencia, en tanto que uno de ellos, dirigiéndose á Nerón, pronunciaba estas palabras: — ¡Salud á tí, oh soberano de la tierra, protector del pueblo escogido, y César; león entre los hombres, cuyo reino es como la luz del sol, como el cedro del Libano, como una fuente, como una palma, como el bálsamo de Jericó!

—¿Rehusáis acaso llamarme dios?—preguntó Nerón.

Los sacerdotes pusiéronse aún más pálidos. El más anciano de ellos repuso: —Tus palabras, señor, son tan dulces como un racimo de uvas, y como un higo maduro, porque Jehová llenó tu corazón de bondad, El predecesor de tu padre, Cayo César, era severo: sin embargo, nuestros enviados no le llamaron dios, prefiriendo la muerte á la transgresión de su ley.

—¿Y no ordeno Caligulia que fueran arrojados á los leones?

—Nó, señor: Cayo César temió á la cólera de Jehová.

Y al decir estas palabras alzaron la cabeza, pues el nombre del poderoso Jehová les infundía valor, y confiados ahora en su fuerza, miraron á la cara de Nerón con más entereza.

—¿Acusáis á los cristianos de haber incendiado á Roma?—preguntó el César.

—Nosotros, señor, los acusamos tan solo de esto: son los enemigos de la ley, de la raza humana, y tus propios enemigos; y desde hace tiempo han amenazado con el fuego á la ciudad y al mundo entero. Lo demás te lo dirá este