mientras los encuentra, bien puede pasar mucho tiempo.
Ante todo, celebrará con cristianos los próximos juegos, y solo después que estos hayan terminado pensará en mí. Y siendo esto cierto, innecesario es que me tome ninguna molestia, ni que cambie mi sistema de vida. Un peligro más inmediato es el que amenaza á Vinicio.
Y entonces concentró su pensamiento en el joven tribuno, á cuya salvación hizo el propósito de consagrarse.
A la sazón cuatro fornidos bitinios iban conduciéndole rápidamente en su litera al través de los escombros, piedras y montones de ceniza de que estaba aun lleno el barrio de las Carenas; pero les ordenó que apresurasen toda vía más el paso, á fin de llegar á su morada cuanto antes.
Vinicio, cuya «insula» se había incendiado, vivía con él ahora y se hallaba por fortuna en casa.
—¿Has visto hoy á Ligia?—fueron las primeras palabras de Petronio.
—Si; acabo de regresar de allí en este momento.
—Pues bien, escucha lo que voy a decirte, no pierdas tiempo en hacer preguntas. Esta mañana se ha resuelto en casa del César culpar á los cristianos del incendio de Roma. Les amenazan, pues, las persecuciones y las torturas. Y estas pueden dar principio ahora mismo. Toma á Ligia y huye al punto; pasa los Alpes, llega hasta el Africa, si es posible. Y apresúrate, porque el TransTiber se halla más cerca del Palatino que de esta casa.
Vinicio era en verdad demasiado soldado para perder el tiempo en averiguaciones inútiles. Escuchó, pues, á Petronio, fruncido el entrecejo y en el rostro una expresión anhelante y á la vez terrible, pero impávida.
Evidentemente su primer impulso en presencia del peligro era defenderse y dar batalla.
—Voy,—se limitó á decir.
—Una palabra más. Lleva una bolsa de oro, armas y un puñado de tus cristianos. Y en caso de necesidad, arrebata á Ligia de las garras de tus enemigos!