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QUO VADIS

Nó, señor; los presos pueden ser visitados por sus conocidos, y de esa manera lograremos también apoderarnos de mayor número de cristianos.

—Entonces, déjame entrar;—dijo Vinicio.

Y estrechando la mano á Petronio, agregó: —Vé á ver Actea; iré pronto á imponerme de su respuesta.

—Si, ven,—contestó Petronio.

En ese momento, debajo de tierra y más allá de aquellas espesas murallas se escuchó un cántico.

El himno, confuso y velado al principio, fué dejándose oir cada vez más alta y distintamente. Voces de hombres, mujeres y niños se confundían en un sólo harmonioso coro. Toda la prisión parecía vibrar como una harpa á los ecos de aquel cántico, y en medio del silencioso despuntar del alba.

Pero no eran esas voces de pesar ni desesperación; por el contrario, palpitaban en ellas unas como alegrías triunfales.

Los soldados se miraban atónitos.

Entre tanto dejáronse ver en el firmamento los primeros fulgores matinales de oro y rosa.

CAPÍTULO LI

El grito: ¡Cristianos á los leones!» seguía propagándose incesantemente por todos los ámbitos de la ciudad.

Al principio no sólo nadie ponía en duda el que fueran los cristianos en realidad los autores de la catástrofe, sino que nadie quería abrigar esa duda, puesto que el castigo de los culpados iba á ofrecer al populacho un espléndido entretenimiento.

No obstante, extendíase al mismo tiempo la opinión de que la catástrofe no habría tomado proporciones tan tremendas, á no ser por la cólera de los dioses. Por esta ra-