Deseaba el César que toda memoria del incendio quedase ahogada en sangre, y con ella embriagar á toda Roma, de ahí que para la cruenta hecatombe hubiérase acumulado elementos encaminados á darle proporciones antes nunca vistas.
El pueblo ayudaba espontáneamente á los pretorianos y guardias en la caza de cristianos. Y no era difícil empresa, porque grupos enteros de éstos acampaban con la población restante en medio de los jardines y confesaban abiertamente su fe.
Al verse rodeados, poníanse de rodillas, entonaban sus himnos y dejábanse prender sin la menor resistencia.
Pero con su mansedumbre no hacían otra cosa que aumentar la rabia del populacho, el cual, incapaz de comprender su origen, la atribuía á terquedad y endurecimiento en el crimen.
Y una especie de locura se apoderó entonces de los perseguidores.
Se daban casos en que la plebe arrebataba los confesores de Cristo á los pretonianos y los hacía pedazos, y arrastraba las mujeres á la cárcel por los cabellos, y destrozaba contra las piedras las cabezas de los niños.
Millares de individuos recorrían de día y de noche las calles, dando salvajes alaridos.
Y buscaban las víctimas entre las ruinas, en las chimeneas, en los subterráneos.
Delante de la prisión celebraban bacanales y danzas á la luz de fogatas y alrededor de barriles de vino.
Por las noches escuchaban con alegría brutal los bramidos, semejantes á truenos, que daban las fieras y que reBonaban por todo los ámbitos de la desmantelada ciudad.
Las prisiones rebosaban víctimas, las cuales contábanse ya por millares, número que á diario iban engrosando en sus escursiones la plebe y los pretorianos.
No había piedad.