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QUO VADIS

Desde lejos le reconoció Vinicio por sus cabellos blancos y sus manos alzadas al cielo.

El primer impulso del joven patricio fué atravesar por sobre toda aquella reunión, arrojarse á los pies del Apóstol y gritarle: «¡Sálvala!; pero, sea porque le impusiera la solemnidad de aquella plegaria, sea porque le venciera la debilidad, cayó de rodillas á la entrada y empezó también á repetir como entre gemidos: «Cristo, ten piedad de nosotros!» Y á encontrarse en situación de apreciar lo que en derredor pasaba, habríase penetrado de que su plegaria no era la única que remedaba un gemido; que no sólo el había llevado allí consigo sus penas, sus amarguras y sus zozobras.

No había en aquella reunión una sola persona que no hubiera perdido seres caros á su corazón; y cuando los más celosos y esforzados confesores de Cristo se hallaban ya en la cárcel, cuando á cada instante circulaban noticias de los insultos y torturas que se les infligían en las prisiones, cuando la magnitud de aquella calamidad excedía á todo cuanto pudiera imaginarse, cuando solo aquel puñado de cristianos quedaba, no había ya ni un solo corazón que no sintiera que el terror hacia vacilar su fe, y que no se preguntara en medio de las angustias de la duda: ¿Dónde está Cristo? ¿Por qué permite que el mal sea más poderoso que Dios?

Y entretanto imploraban su piedad con acentos desesperados, pues en cada una de esas almas aún ardía una chispa de esperanza en que El viniera, precipitarse á Nerón en el abismo y estableciera definitivamente su imperio en el mundo.

Así, pues, todavía dirigían sus miradas al espacio; todavía escuchaban las convencidas exhortaciones del Apóstol, todavía oraban temblorosos y fluctuando entre el temor y la esperanza.

Vinicio también, á medida que con ellos repetía: «Cris-