—La guardia se releva á mediodía.
Vinicio permaneció silencioso, y se descubrió la cabeza, porque parecíale que el pileolus (birrete de fieltro) estaba pesándole como un plomo.
Al mismo tiempo, el soldado se le acercó más y le dijo en voz baja: —Vuelve tranquilo, señor; el guardián y Ursus velan sobre ella.
Y al decir esto, se inclinó, y en un abrir y cerrar de ojos, trazó con su larga espada gótica, un pescado sobre las baldosas del pavimento.
Vinicio le dirigió una mirada rápida y le dijo: —¿Y tú eres pretoriano?
—Sí, hasta que me llegue el turno de entrar ahí,—contestó el soldado señalando la prisión.
—Yo también adoro á Cristo.
—Alabado sea su nombre! Lo sé, señor; no puedo dejarte entrar en la prisión, pero escribe tú una carta y la entregaré al guardian.
—Gracias, hermano mío.
Y Vinicio, estrechó la mano del soldado, y se alejó de allí.
Ya no le pesaba como plomo el pileolus.
El sol elevábase por sobre los muros de la cárcel, y así, como sus reflejos daban animación al día, así el joven tribuno sintió que á su alma penetraban de nuevo dulces fulgores de consuelo.
Aquel soldado cristiano era para él otro testimonio viviente del poder de Cristo.
Al cabo de algunos momentos detuvo el paso, y dirigiendo la vista hacia las nubes rosadas que se advertían por sobre el Capitolio y el templo de Júpiter Stator, dijo: —¡Oh, Señor! [Hoy no la he visto; pero creo en tu misericordia!
En la casa encontró á Petronio, quien, siguiendo su costumbre de convertir la noche en día, no hacía mucho ha