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QUO VADIS

viese á él, á Vinicio, siquiera por un instante, y le dijera que estaba viva, que no guardaba ya memorias de sus tormentos de esta vida y que era dichosa.

Toda aquella carta respiraba felicidad y una inmensa esperanza.

Solo había en ella una petición relacionada con asuntos terrenales: que Vinicio hiciera extraer su cuerpo del spoliarum (1) y lo sepultara, como cadáver de su esposa, en la tumba en que él mismo hubiera de reposar un día.

Vinicio leyó aquella carta con ánimo acongojado, pero al mismo tiempo parecíale imposible que Ligia pudiera perecer bajo las garras de las fieras y que no se apiadara Cristo de ella. Y en su alma se anidaban la fe y la esperanza.

Vuelto á su casa escribió á Ligia que iría diariamente á montar la guardia al pie de los muros del Tullianum, á la espectativa del momento en que Cristo derrumbara esos muros y la volviese á él.

Y pedía á la joven que creyera que Cristo bien podía salvarla y restituírsela, aun en el propio Circo, pues el Gran Apóstol estaba implorando á El que tal hiciera; y por lo tanto la hora de la liberación estaba próxima. El centurión convertido la llevaría esta carta á la mañana siguiente.

Pero cuando Vinicio llegó á la cárcel esa mañana con aquel objeto, abandonó el centurión las filas, se le acercó y le dijo: —Escúchame, señor. Cristo, de quien recibiste la luz, te demuestra palmariamente su favor. Anoche, el liberto del César y los del prefecto vinieron á elegir doncellas cristianas á quienes aguardaba la deshonra; preguntaron por tu prometida, pero nuestro Señor le mandó una fiebre, la cual está haciendo mortíferos estragos entre los presos del Tullianum, y entonces la dejaron. Anoche había perdido el (1) Lugar inmediato al Circo en que se depositaba los gladiadores muertos ó á las víctimas de las fleras y se daba el golpe de gracia á los que aun alentaban.