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QUO VADIS

puesto su esperanza toda en la misericordia de Cristo, acababa de escuchar ahora que el día de la cólera divina había llegado, y que ni aún con la muerte de los mártires en la arena se podría alcanzar la misericordia del Señor.

Cierto es que por su cabeza cruzó el pensamiento, claro y tugaz como un relámpago, de que Pedro hubiera em pleado un lenguaje muy diverso al dirigirse á los que se hallaban próximos á la muerte.

No obstante, aquellas terribles palabras de Crispo, llevaban un pavor fanático á las almas de todos los seres encerrados en aquel subterraneo, débilmente alumbrado por un enrejado tragaluz que lo separaba del lugar del suplicio.

La proximidad de éste y el gran número de víctimas ya preparadas para la muerte, llenaban su alma de terror.

Todo esto le parecía horrible y cien veces más espantoso que la más sangrienta batalla á que hubiera asistido jamás.

Las emanaciones de aquel antro y el calor, empezaron á sofocarle y un sudor frío corría por su frente.

Y temió desmayarse, como algunas de las víctimas con cuyos cuerpos había tropezado al recorrer aquella estancia en busca de Ligia.

Y al recordar asimismo que de un momento á otro pudieran llevarse á los cristianos al suplicio, empezó á llamar en alta voz á Ligia y á Ursus, con la esperanza de que, si no ellos, por lo menos alguno que los conociera le habría de contestar.

En efecto, un hombre, vestido de oso, le tiró de la toga, y dijo: —Señor, ellos han quedado en la prisión. Yo salí el último; y la he visto enferma en el lecho.

—¿Quién eres tú?—preguntó Vinicio.

—El cantero en cuya cabaña te tautizó el Apóstol, señor. Fui arrestado hace tres días y hoy será el de mi muerte,