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QUO VADIS

azuzaba á los combatientes y parecía encontrarse dominado por una verdadera locura.

Los gladiadores en la arena, divididos en dos legiones, peleaban con un furor de fieras; los pechos se estrellaban contra los pechos, los cuerpos se entrelazaban en un mortal abrazo, sentíase el crujir de recios miembros, veíanse espadas que se hundían en el pecho ó en el estómago de los combatientes, labios pálidos que de pronto arrojaban á borbotones la sangre sobre la arena.

Hacia el fin de la batalla algunas gladiadores novicios sintiéronse acometidos por un pánico tan tremendo, que arrancando despavoridos del foco del combate huían hacia los extremos; pero los mastigophori obligábanles en seguida á volver, azotándolos con sus látigos, que terminaban por sendas puntas de plomo.

En la arena empezaron á formarse grandes manchas obscuras; y de momento en momento se fueron viendo sobre ella extendidos é inmóviles los cuerpos de gladiadores desnudos ó cubiertos por sus armaduras.

Y los sobrevivientes seguían peleando encima de los cadáveres, y tropezaban con armaduras y escudos, y se cortaban los pies al pisar sobre armas rotas, y á su vez caían.

El público, embelesado, había perdido ya el dominio de sí propio, y embriagado por el espectáculo de la muerte y con el olor de la sangre, parecía aspirarla con delicia, extasiarse en su contemplación, insuflar voluptuosamente á sus pulmones los humanos efluvios que iban saturando aquella atmósfera.

Casi todos los vencidos habían muerto. Apenas si unos pocos heridos quedaban en el centro de la arena. Puestos de rodillas, todos temblorosos, extendían las manos hacia la concurrencia en actitud de ruego, implorando su compasión.

A los vencedores fueron distribuidos en recompensa obsequios diversos, coronas y guirnaldas de olivo.