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QUO VADIS

cia la arena; así es que se había levantado de su asiento y, como antes en la vida de Cornelio, había bendecido para la muerte y para la eternidad á los cristianos que ya se aprestaban para ir á la prisión, así ahora bendiciendo estaba con la señal de la cruz á los que iban siendo victimados entre las garras y los dientes de las bestias feroces.

Bendecía su sangre, su tortura, sus cuerpos inanimados y convertidos en masas informes, y sus almas, que volaban huyendo de aquella arena sangrienta.

Algunos alzaban los ojos hacia él y sus fisonomías tornábanse radiantes; y sonreían al ver en alto, sobre sus cabezas, dibujarse la señal de la cruz.

Pero Pedro tenía el corazón desgarrado entretanto y decía: —¡Oh, Señor! ¡Hágase tu voluntad! Por tu gloria y por la verdad están apurando el suplicio y la muerte estas ovejas escogidas de mi rebañol Tú me ordenaste que las apacentara; hoy te las entrego, Señor; cuéntalas Tú, acógelas en tu seno, cura sus heridas, suaviza sus dolores y otórgales una felicidad superior al martirio que aquí han sufrido!

Y las iba bendiciendo unas tras otras, grupo tras grupo, con tanto amor, como si hubieran sido sus propios hijos á quienes estuviera entregando personalmente en manos de Cristo.

En seguida el César, ora estuviese en uno de sus momentos de feroz locura, ora impulsado por el deseo de que aquel espectáculo sobrepujase á todo cuanto se hubiera visto en Roma hasta entonces, dijo algunas palabras al oído del prefecto de la ciudad.

Este abandonó el podium y se dirigió inmediatamente al cuniculum.

Hasta el populacho sorprendió luego, viendo que al cabo de algunos momentos abríase de nuevo el enrejado.

Y esta vez salieron á la arena fieras de toda especie: ti-