do en posición sus flechas, empezaron á asaetear las fieras.
Y ese fué en realidad un espectáculo interesante y nuevo.
Los cuerpos de los numidios, fuertes y esbeltos cual si hubieran sido tallados en mármol negro, se doblaban hacia atrás, extendían sus flexibles arcos y lanzaban uno tras otro dardo.
El zumbido característico de las cuerdas y el silbar de las emplumadas flechas, mezclábanse con los aullidos de las fleras y los gritos de admiración de la concurrencia.
Osos, lobos, panteras, y hombres aún vivos, iban cayendo uno tras otro.
Aquí y allí un león, sintiendo una saeta en su costado, contraía rabiosamente las mandíbulas y volvíase con un movimiento súbito á coger y quebrar el proyectil que le había herido.
Otros daban rugidos de dolor.
Las fieras menores, poseídas de pánico, echaban á correr al azar por la arena, ó se arrojaban de cabeza por el enrejado.
Y entretanto los dardos seguían silbando y silbando por el aire, hasta que llegó un momento en que el último de los seres vivientes que había en la arena quedó derribado y debatiéndose entre las convulsiones postreras de la muerte.
Centenares de esclavos precipitáronse á la arena entonces, armados de azadas, palas, escobas, carretillas, canastas para el transporte de las vísceras, y sacos de arena.
Salieron en grupos sucesivos, y en toda la extensión del circo dasplegaron una actividad febril. La arena fué así al cabo de pocos instantes despejada de cadáveres; se extrajo la sangre y el cieno, se cavó, se niveló el piso y se le cubrió con una nueva capa de arena.
Hecho esto, penetró una legión de Cupidos, quienes esparcieron sobre el nuevo piso hojas de rosas, lirios y una gran variedad de otras flores,