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QUO VADIS

tos de la dominación romana no podrían prevalecer contra la nueva fe.

Los muertos y los moribundos eran entregados á sus parientes, pues las leyes romanas no comprendían en su venganza á los cadáveres.

Vinicio experimentó una especie de triste consuelo al pensar en que si Ligia moría, podría él sepultarla en la tumba de su familia y descansar á su lado.

Y ya no abrigaba la menor esperanza de salvarla.

Desprendido á medias de la existencia, vivía ahora consagrado por entero á Cristo, y no soñaba en otra unión con Ligia sino en la unión eterna.

Su fe había llegado á no reconocer límites; ante ella, la eternidad parecíale algo imcomparablemente más cierto y más real que la vida frívola y fugaz que había llevado hasta entonces. En su corazón desbordaba el fervor religioso. Aunque viviendo la vida terrena, po Iría decirse que había llegado á transformarse en una especie de ser espiritual, que deseando para sí una liberación completa, deseábala también para aquel otro ser privilegiado que era como un complemento del suyo.

Se imaginaba que cuando él y Ligia se hallaran libres de todo tereno lazo, tomaríanse de las manos é irían al cielo, y allí Cristo les bendeciría y les dejaría vivir en un mundo de luz tan serena y radiante como la luz de la aurora.

Solamente imploraba á Cristo que evitase á Ligia los tormentos del Circo, y la dejara dormir dulcemente su sueño eterno en la prisión: él abrigaba la plena certidumbre de morir al mismo tiempo.

En vista del mar de sangre que se había derramado, no creía ni siquiera lícito el esperar que sólo ella sería perdonada. Había oido decír á Pedro y á Pablo que ellos mismos debían también morir la muerte de los mártires. Y la vista de Chilo en la cruz habíale convencido de que hasta la muerte del mártir podía ser una dulce muerte: de ahí