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QUO VADIS

ante todo, la cuestión de si en realidad irían á ver á Ligia en la arena esa noche; porque muchos de los que habían oído la respuesta que el César diera á Petronio y á Nerva la explicaban de dos maneras: algunos suponían simplemente que Nerón daría, ó quizás habría dado ya la donce lla á Vinicio; recordaban á este respecto que ella era un rehén y por consiguiente disfrutaba de plena libertad para adorar cualesquiera divinidades que fuesen de su agrado, y que la ley de las naciones no autorizaba su castigo.

La incertidumbre, la expectación y curiosidad dominaban a todos los concurrentes.

El César llegó más temprano que de ordinario; é inme diatamente después de su presentación en el Anfiteatro, los concurrentes decíanse al oido que evidentemente iba á suceder algo extraordinario, porque además de Tigelino y de Vatino, el César traía consigo á Casio, centurión de gran tamaño y gigantescas fuerzas, á quien hacía venir solamente en los casos en que deseaba tener á su lado un defensor, como por ejemplo, cuando emprendia alguna de sus expediciones nocturnas al Suburra ó cuando dis ponía el entretenimiento llamado «Sagatio», que consistía en mantear á las doncellas que encontraba en el camino, sirviéndose para ello del manto de un soldado.

Notábase asimismo que en el anfiteatro propiamente dicho se habían tomado ciertas precauciones. El número de guardias pretorianos había sido aumentado, y tenía el mando de ellos, no un centurión, sino el tribuno Subrio Flavio, conocido hasta entonces por su ciega adhesión al César.

Comprendióse entonces que Nerón deseaba en todo caso ponerse á cubierto contra cualquier estallido de desesperación de parte de Vinicio, y esto hizo avivar más la curiosidad.

Todas las miradas fijábanse anhelosamente en el sitio donde estaba sentado el mísero amante.

Este se hallaba mortalmente pálido, cubrían su frente