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QUO VADIS

zón alentó por última vez la esperanza de que acaso en aquel anfiteatro le aguardaba una cruz; pero cuando vió que no estaba ni esa cruz, ni se veía agujero alguno en donde pudiera ser plantada, pensó que era indigno de tal favor y que habría de encontrar la muerte de otra manera, seguramente entre las garras de las bestias feroces.

Estaba desarmado y había decidido morir cual convenía á un confesor del «Cordero», tranquila y pacientemente.

Entretanto, deseaba dirigir por última vez su plegaria al Salvador; así, pues, arrodillóse en la arena, juntó las manos y alzó los ojos hacia las estrellas que á la sazón veíase brillar por sobre la vasta superficie del anfiteatro.

Este acto desagradó á las multitudes.

Estaban cansadas ya de ver á los cristianos morir como ovejas. Parecíales que si el gigante no se defendía, el espectáculo estaba destinado á fracasar. Aquí y allí dejáronse oir algunos silbidos. Varios espectadores empezaron á pedir á gritos la presencia de los mastigophori, cuyo oficio era azotar á los combatientes que se resistían á lidiar.

Pero pronto volvieron á guardar silencio, pues nadie sabía lo que esperaba al gigante, ni si éste no estaría dispuesto á luchar cuando se hallara frente á frente á la muerte.

Y en efecto, no tuvieron mucho que aguardar. De pronto se oyó el penetrante sonido de las trompetas de bronce, y á esa señal se abrió un enrejado en el lado opuesto del podium del César, y se precipitó á la arena, en medio de los gritos de los cuidadores de las fieras un enorme uro germano, que traía sobre la cabeza el desnudo cuerpo de una mujer.

Ligia! ¡Ligial—exclamó Vinicio.

En seguida se mesó los cabellos junto á las sienes, agitóse convulsivamente, como quien recibe en el cuerpo un penetrante dardo y empezó á repetir con voz enronquecida: —Yo creol ¡Yo creo! ¡Oh, Cristo; un milagro!