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QUO VADIS

fragmentos de carbón que se desprendían de las antorchas.

La voz había muerto en los labios de los espectadores, pero sus corazones palpitaban dentro de los pechos cual si quisieran hacerlos estallar.

A todos parecía ya que aquella lucha databa de siglos.

Pero el hombre y la bestia continuaban en su monstruoso esfuerzo; hubiérase dicho que se hallaban plantados ambos en el suelo.

Entretanto un bramido sordo, semejante más bien á un gemido, dejóse oir en la arena, después del cual un grito ahogado arrancó de todos los pechos, y en seguida volvió á hacerse el silencio.

Aquellas gentes creyeron ser presa de un sueño ó de un delirio al ver en seguida que la enorme cabezá del toro empezaba á doblarse entre las manos de hierro del bárbaro. El rostro, el cuello y los brazos del ligur habíanse puesto de color de púrpura y su espalda encorvádose todavia más.

Era evidente que á la sazón estaba reuniendo los restos de sus sobrehumanas fuerzas, pero que no podría resistir por mucho tiempo.

Más y más sordo, más y más ronco, más y más doliente fué haciéndose el bramido gemebundo del toro al mezclarse con el jadeo silbante que brotaba del pecho del atleta.

Y la cabeza de la bestia se doblaba más y más, y por entre sus mandíbulas se deslizó por fin hacia fuera una larga y espumajeante lengua.

Un momento después llegó al oído de los espectadores cuyos asientos se hallaban más próximos, una especie de crujido de huesos rotos; luego la bestia rodó por la arena con el cuello retorcido, y muerta.

El gigante desató en un abrir y cerrar de ojos las cuerdas que sujetaban á Ligia sobre los cuernos del toro, y mientras alzaba á la doncella, pudo notarse su precipitado acezar.