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QUO VADIS

Los otros escucharon con regocijo estas palabras é instaron al Apostol diciéndole: —Ocúltate, santo jefe; no permanezcas en Roma por más tiempo. Conserva la verdad viviente, á fin de que no perezca con nosotros y contigo. Escucha la súplica que te hacemos como a nuestro padre.

—¡Hazlo, en el nombre de Cristo!—le dijeron otros tocando sus vestiduras.

—Hijos míos,—contestó Pedro,—¿quién puede estar seguro del día que como término de su existencia le haya señalado el Señor?

Pero no dijo que no partiría de Roma, y estuvo indeciso acerca de lo que decidiría; porque la incertidumbre y hasta el temor habían venido desde hacía tiempo invadiendo su alma. Su rebaño había sido dispersado; su obra destruída; aquella iglesia, que antes del incendio de la ciud alzábase lozana como un arbol en plena y exuberante florescencia, había sido reducida á polvo por el poder de la «Bestia».

Nada quedaba ya, sino lágrimas; nada, sino recuerdos de martirio y de muerte.

El grano esparcido en el suelo había rendido ricos frutos, pero Satanás los había aplastado y aniquilado. No habían venido legiones de ángeles en ayuda de las víctimas perecientes, y Nerón seguía extendiendo sobre el orbe su gloria y su poder, terrible, omnipotente como nunca y señor de tierras y de mares.

Y més de una vez aquel pescador de Dios había extendido últimamente las manos hacia el cielo, en medio de su soledad y su amargura, y preguntando: —Señor: ¿qué debo hacer? ¿Cómo he de obrar? Cómo yo, hombre anciano y débil, he de seguir luchando contra este invencible poder del Mal, que Tú has permitido gobierne y triunfe?

Y en los abismos de su inmenso dolor, repetía desde el fondo de su alma: