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QUO VADIS

Y los días y las noches pasaban para él llenos de ansiedad y de amargura. Otros hombres que habían sido destrozados por los leones, que habían sido quemados en los jardines del César, habían ido por fin á dormir en el Se ñor después de pasados los aciagos momentos de su tor tura; pero él no podía dormir y sentia dentro de su alma torturas mayores que cualesquiera de las que inventaran para sus víctimas los desalmados verdugos.

A menudo blanqueaba el alba en los techos de las casas, mientras seguía él gritando desde el fondo de su en lutado corazón: —Señor, ¿porqué me has mandado que aqui venga y funde tu capital en el antro de la «Bestia»?

Por espacio de treinta y tres años después de la muerte de su Maestro no había conocido el reposo. Báculo en mano había ido por el mundo, anunciando á los hombres «la buena nueva». Había agotado sus fuerzas en jornadas y trabajos, hasta que por fin, cuando en esa ciudad cabecera del mundo, había echado los fundamentos de la obra de su Maestro, un hálito sangriento de cólera y de crimen la había incendiado y ahora veía que era menester comenzar de nuevo la lucha.

¡Y qué lucha!

De un lado el César, el Senado, el pueblo, las legiones que mantenían al mundo dentro de un círculo de fuego, ciudades incontables, incontables tierras y un poder como no habían visto ojos humanos otro semejante; del otro, él, inclinado ya de tal modo al peso de los años y de los trabajos, que su temblorosa mano apenas si podía ya sostener su báculo.

Así, pues, había momentos en que decíase á sí mismo que no podía él medirse con el César de Roma: que solo Cristo habría de triunfar en tal empresa.

Y todos esos pensamientos de los últimos tiempos pasaban ahora por su cabeza llena á la sazón de zozobra y