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QUO VADIS

discutidas por los filósofos griegos de todos los tiempos.

Mas, por hoy, me veo en la necesidad de limitarme á una breve respuesta.

Estimo solamente á dos filósofos: Pirrón y Anacreonte.

Los demás, pronto me hallo á vendértelos baratos, con el agregado de todos los estóicos griegos y romanos. La verdad, Vinicio, reside á tanta altura, que los mismos dioses no alcanzan á divisarla desde la cumbre del Olimpo.

»En cuanto á ti, carissime, parece que tu Olimpo se halla todavía más alto y, de pie sobre él, me llamas y me dices: —Ven y habrás de contemplar paisajes tales, que hasta hoy no los has de haber visto semejantes. »—Bien pudiera. Pero yo te contesto: —«No tengo ya píes para el viaje. Y si lees hasta el fin esta carta, comprenderás, me lo figuro, que me asiste razón.

»No, dichoso marido de la princesa Auroral No es tu religión para mí. ¿He de amar yo á los bitinios que conducen mi litera, á los egipcios que me calientan el baño?

¿He de amar á Enobarbo y á Tigelino? Te juro por las blancas rodillas de las Gracias, que aun cuando quisiera amarlos, no podría.

»Hay en Roma por lo menos cien mil personas que tienen los hombros encorvados ó las rodillas deformes, ó los muslos raquíticos, ó los ojos saltados, ó la cabeza desproporcionada. ¿Quisieras también obligarme á amar á todos esos desdichados? ¿En dónde he de hallar ese amor, si no lo tengo en el corazón? Y si tu Dios desea que yo ame á esas personas, ¿por qué en su omnipotente voluntad no les dió las formas de los hijos de Niobe, por ejemplo, que tú has visto en el Palatino? Quien ame como yo la belleza, por esa misma razón se halla imposibilitado para amar la deformidad; uno puede no creer en nuestros dioses, pero es posible amarlos, cual amáronlos Fidias, Praxiletes, Mirón, Escopas y Lisias.

«Aun cuando yo deseara ir á donde quisieras tú condu-