alma de comediante halló al punto una especie de encanto en el horror de aquel momento.
Ser el señor absoluto del mundo y perder todas las cosas de la tierra parecíale ahora el clomo de la tragedia; y consecuente consigo mismo, desempeñaba hasta el fin el papel de protagonista.
Una fiebre de citas y frases apoderóse de él y un deseo vehemente de que los que le acompañaban tomaran nota de ellas para bien de la posteridad.
Por momentos decía que deseaba morir y llamaba á Epículo, el más hábil matador de todos los gladiadores.
En otros momentos decía con acento declamatorio: —¡Madre, mujer y padre me evocan á la muerte!
Empero, de cuando en cuando cruzaban por su cerebro unos omo relámpagos de esperanza, que era, no obstante, vana y pueril, porque sabía que iba marchando á la muerte, y no lo creía, sin embargo.
Encontraron abierta la Puerta Nomentana. Y prosisiguiendo su marcha, pasaron cerca de Ostrianum, en donde Pedro había predicado y bautizado.
Y al romper el alba llegaban á la casa de campo de Faonte.
Allí los libertos no le ocultaron por más tiempo el hecho de que había llegado la hora de morir.
Ordenó entonces que cavasen una sepultura y hasta se echó al suelo á fin de que tomasen exacta medida de su cuerpo.
Empero, á la vista de la abierta fosa volvió á dominarle el miedo. Púsose pálido y por su frente corrieron gruesas gotas de sudor.
Y retardaba el momento.
Con voz al mismo tiempo teatral y abyecta, declaró que no había llegado aún la hora, y empezó luego á declamar nuevamente.
Por último les rogó incinerasen su cadáver, y repetía con aire de afectado asombro: