Página:Quo vadis - Eduardo Poirier tr. - Tomo II (1900).pdf/48

De Wikisource, la biblioteca libre.
Esta página no ha sido corregida
46
QUO VADIS

Una sensación de terror se apoderó de él á esta sola idea.

Miró á Chilo, quien, al propio tiempo que le observaba, se había introducido las manos por entre los harapos que cubrían su cuerpo y rascábase á la sazón con aire intranquilo.

En este instante dominó á Vinicio una repulsión indecible y un deseo de aplastar á ese antiguo auxiliar suyo, cual pudiera hacerlo con un gusano vil ó una serpiente ponzoñosa, y tomó al punto su partido.

Pero, incapaz de contenerse dentro de los límites de la moderación y siguiendo los impulsos de su implacable indole romana, volvióse á Chilo, y le dijo: —No haré lo que me aconsejas; pero, á fin de que no alejes de aquí sin haber recibido tu justa recompensa, voy á ordenar que te den trescientos azotes en la prisión doméstica.

Chilo se puso pálido. Advertíase una tan fria resolución en el hermoso semblante de Vinicio, que no le era dable engañarse á sí mismo, ni por un momento, con la esperanza de que la prometida recompensa no fuera otra cosa que una chanza cruel.

Así, pues, cayó de rodillas y doblando su cuerpo en dos, empezó á gemir con voz quebrantada: —¿Cómo, oh rey de Persia? ¿Por qué?... ¡Oh, pirámide de bondad! ¡Coloso de misericordial ¿Por qué?... Soy viejo, desgraciado, tengo hambre... Te he servido... ¿De esa manera me pagas?

—Como tú pagaste á los cristianos,—dijo Vinicio.

Y llamó al mayordomo.

Pero Chilo de un salto colocóse á sus pies, y abrazándoselos convulsivamente, exclamó con el semblante cubierto de mortal palidez: —Oh, señor! ¡Oh, señor! ¡Soy viejo! ¡Cincuenta, no trescientos! ¡Cincuenta bastan! ¡Ciento, no trescientos!

¡Oh, perdón! ¡perdón!