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QUO VADIS

dable, en su poder sobrehumano; y aquel César fratricida, matricida, uxoricida, arrastraban tras de sí un séquito de sangrientos espectros no inferior en número al de los individuos de la corte imperial. Ese libertino, ese bufón, que á la vez era señor de treinta legiones y mediante ellas señor del mundo; esos cortesanos, cubiertos de oro y es carlata, llenos de las incertidumbres del mañana, pero po derosos hoy más que reyes: todo esto reunido presentábasele como una especie de infernal reinado de iniquidad y de error. En su corazón sencillo maravillábale que Dios pudiera dar tan inconcebible omnipotencia á Satanás, que hubiera consentido en cederle el dominio de la tierra para que pudiese, por decirlo asi, amasarla, subvertirla y pisotearla; exprimir de ella sangre y lágrimas, aventarla como un torbellino, arremolinarla como una tempestad y consumirla como una llama.

Y su corazón de Apóstol sentíase perturbado por estos pensamientos, y así hablaba al Maestro desde lo íntimo de su alma: —¡Oh, Señor! ¿Cómo he de empezar mi tarea en esta ciudad, á la cual me has enviado? Ella es señora de tierras y de mares, de los animales del suelo y de las criaturas del agua; es dueña de otros reinos y ciudades y de treinta legiones que las guardan; y yo señor, soy tan sólo el humilde pescador de un lago! ¿Por dónde he de empezar y cómo habré de sobreponerme á tanta maldad?

Y hablando así, levantó al cielo su cana y temblorosa cabeza, invocando desde el fondo de su alma el auxilio de su Divino Maestro, y lleno á la vez de tristeza y de temor.

En este momento fué su plegaria inferrumpida por Ligia, quien le dijo: —Parece como si toda la ciudad estuviera ardiendo.

Y á la verdad estaba poniéndose el sol á la sazón y era maravilloso el espectáculo.

La mitad de su inmenso disco habíase hundido ya de-