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QUO VADIS

gigante á su reina en los brazos y salió del triclinio con paso mesurado y tranquilo.

Actea le siguió.

Vinicio cayó por un instante como petrificado en su asiento; dió un salto en seguida y corrió hacia la entrada, gritando: —Ligia! Ligial Pero el contrariado anhelo, el asombro, la ira y el vino hiciéronle flaquear las piernas y sentir que la tierra le faltaba. Tambaleante una y otra vez, aferróse del desnudo brazo de una de las bacantes y empezó como á interrogarla, revolviendo los ojos, qué había sucedido. Ella tomó una copa de vino y se la dió con una sonrisa de sus ojos anublados por los vapores del licor.

—¡Bebel—le dijo.

Vinicio obedeció y cayó al suelo.

La mayor parte de los asistentes hallábanse á la sazón debajo de la mesa; otros recorrían con pasos bamboleantes el triclinio, los de más allá dormían reclinados sobre la mesa, roncaban, ó de algún otro modo análogo daban testimonio de sus excesivas libaciones.

Entre tanto, desde la dorada red vecina al cielo de la sala, seguían cayendo rosas sobre aquellos cónsules y senadores borrachos, sobre aquellos caballeros, filósofos y poetas borrachos, sobre aquellas borrachas damiselas danzantes y damas patricias, sobre toda aquella sociedad, todavía dominadora, pero que había perdido ya el alma; sobre aquella sociedad ceñida de guirnaldas y coronas, pero agonizante.

Fuera de las puertas clareaba ya el alba.

CAPÍTULO VIII

Nadie intentó detener á Ursus, nadie le preguntó qué hacía siquiera. Los invitados que no se hallaban debajo de la mesa habían conservado sus primitivos asientos; de