¿Eres tú, Actea?—dijo por fin al distinguir en medio de la semi—obscuridad del aposento la fisonomía de la griega.
—Sí, Ligia.
—¿Ha llegado ya la tarde?
—No, niña mía; pero son ya mas de las doce.
—¿Y Ursus no ha vuelto aún?
—No dijo que volvería, sino que iba á permanecer por la tarde, acompañado de otros cristianos, en acecho de la litera.
—Es verdad.
Abandonaron ambas en seguida el cubiculum y se dirigieron al baño. Allí Actea bañó á Ligia; luego la llevó á almorzar y después á los jardines de palacio, en los cuales no era de temer ningún peligroso encuentro, puesto que el César y sus principales cortesanos hallábanse durmiendo aún.
Por primera vez en su vida veía Ligia esos magníficos jardines, llenos de pinos, cipreses, robles, olivos y arrayanes, por entre todos los cuales blanqueaban aquí y allí toda una población de estátuas. Los limpios estanques de aguas tranquilas ostentaban, como espejos, su tersa linfa; estensos rosales en plena florescencia, velanse bañados por el incensante y cristalino salpicar de las fuentes; había encantadoras grutas, cuyas entradas rodeaban exuberantes la madreselva y la hiedra; cisnes argentados las aguas surcaban como velas diminutas; y por entre las estátuas y los árboles vagaban tímidas gacelas de desiertos de Africa y aves de riquísimo y vistoso plumaje; procedentes de todos los paises conocidos de la tierra.
Nadie paseaba á la sazón por los jardines; pero aquí y allí había esclavos trabajando, azada en la mano, y cantando á media voz; otros, á quienes habíase permitido un momento de reposo, se hallaban sentados á orillas de los estanques, á la sombra de las arboledas, ó bajo la luz temblequeante que proyectaban los rayos del sol al penetrar