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QUO VADIS

en la inusitada animación de la calle, principió al fin á alarmarse.

Había en aquello algo extraño. Los lampadarii veíanse ahora obligados á gritar más y más á menudo: —¡Paso, paso á la litera del noble tribuno!

Y á los lados de la misma, multitud de individuos desconocidos íbanse estrechando más y más, hasta el punto de que Atacino vióse obligado á ordenar á los esclavos que rechazaran á golpes toda esa gente.

De pronto se oyó un grito en la dirección de la cabeza de la comitiva. Y en un instante apagáronse todas las luces. Y alrededor de la litera se produjo un movimiento de empuje, un tumulto, una lucha.

Atacino vió que esto era simplemente un ataque y cuando se convenció de ello tuvo miedo. Todos sabían que el César, con una turba de servidores, solía dar asaltos con frecuencia, por vía de diversión, en el Suburra y otros barrios de la ciudad. Hasta era sabido que en ocasiones volvía él de estas aventuras nocturnas con algunas manchas negras y azules en el cuerpo; mas quien quiera que de tal modo se hubiera defendido, tenía pena de muerte, aun cuando fuera senador. La casa de los guardias, cuyo deber era velar en la ciudad por el orden, hallábase no lejos de allí; pero durante esos asaltos los guardias fingian ser ciegos y sordos.

Entre tanto, seguía el tumulto alrededor de la litera, y los asaltantes daban de golpes á sus contrarios, los empujaban, los arrojaban al suelo y los pisoteaban. Al punto vino á la mente de Atacino, como un relámpago, la idea de salvar á Ligia, huir con ella ante todo, y dejar á los demás entregados á su suerte. Así, pues, sacándola de la litera, la tomó en sus brazos é intentó escapar con ella favorecido por la obscuridad.

Pero Ligia gritó: —¡Ursus! Ursus!

Vestía de blanco; de modo que era fácil distinguirla,