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QUO VADIS

—Este es un santo,—dijo Cuarto,—que dió cuanto poseía por rescatarme de la esclavitud, á mí, á un hombre para él desconocido. ¡Que el Salvador Nuestro Señor le otorgue por ello una celestial recompensa!

Al oir esto, el gigantesco obrero se inclinó y besó la nano de Chilo.

—¿Cómo te llamas, hermano?—preguntó el griego.

—Padre, en el Santo Bautismo diéronme el nombre de Urbano.

—Pues bien, Urbano, hermano mío, ¿tienes ahora tiempo para que hablemos con entera libertad?

—El trabajo da principio á media noche y solo ahora empiezan á prepararnos la cena.

—Entonces hay tiempo suficiente Vámonos á la orilla del río; allí escucharás mis palabras.

Así lo hicieron, sentándose luego en la ribera, en medio de un silencio interrumpido tan sólo por el sonido lejano de las piedras del molino y el rumor de la corriente del rio.

Chilo miró á la cara del obrero, quien no obstante la expresión algo severa y triste que de ordinario se advertía en los semblantes de todos los bárbaros residentes en Roma, le pareció de buena índole y honrado..

—Este es un hombre bonachón y estulto que matará á Glauco sin interés alguno,—pensó Chilo.

En seguida le preguntó: —Urbano, ¿amas á Cristo?

—Le amo con todo mi corazón,—dijo el obrero.

—¿Y á tus hermanos y hermanas, y á los que te han enseñado la verdad y la fe en el Señor?

—También les amo, padre.

—¡Entonces que la paz sea contigo!

—¡Y contigo, padre!

De nuevo reinó el silencio y tornó á escucharse á la distancia el ruído que hacían las piedras de molino y el ru-