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QUO VADIS

nia en algún ritual prescrita, sino como una emanación que procedía de lo íntimo, y con acentos semejantes á los de un hijo que se dirigiese en ademan de súplica á su padre ó á su madre. Necesario era ser ciego para no ver que aquellas gentes no solo rendían homenaje á su Dios, sino que tambien le amaban con toda su alma.

Vinicio no había sido espectador de cosa semejante, hasta entonces, en comarca alguna, en ninguna ceremonia, ni dentro de ningún santuario; pues tanto en Roma como en Grecia los que todavía seguían honrando a los dioses, hacíanlo tan solo á fin de obtener ayuda para si mismos ó movidos por el miedo, pero sin que entrara en el cerebro de ninguno de ellos el rendir amor á esas divinidades.

Y aun cuando se hallara preocupado su ánimo con Ligia y toda su atención contraída al empeño de buscarla en medio de aquella muchedumbre no le fué posible, dejar de penetrarse de todas esas admirables y extraordinarias cosas que ocurrían en derredor suyo.

Entre tanto, arrojaron algunas antorchas más á la hoguera, la cual llenó ahora el cementeria de una luz viva, á cuyo fulgor se apagaron los ténues destellos de las linternas.

En este momento un anciano, que vestia un manto con caperuza, pero llevaba descubierta la cabeza, pareció surgir del hypogeum y subir sobre una piedra que había cerca del fuego.

La multitud inclinábase á su paso. Voces próximas á Vinicio dijeron muy quedo. Pedrol ¡Pedro!» Algunos se arrodillaban, otros extendían las manos hacia él.

Sucedióse un silencio tan profundo que podía escucharse hasta el chirrido especial que producían los fragmentos de resina al irse consumiendo en las antorchas, el distante crugir de rodaduras en la Via Nomentana y el silbido del viento al soplar sobre los escasos pinos que se alzaban inmediatos al cementerio.