Si el César, por ejemplo, hubiera sido un hombre honrado, si el Senado se hallara compuesto, no de insignificantes libertinos, sino de individuos como Trasea, ¿qué más podría desearse?
No; el orden y la supremacia de Roma eran buenos, y justa y apropiada la distinción de clases entre los hombres.
Y esa religión, según el concepto de Vinicio, iría á destruir todo orden, toda supremacía, toda distinción.
¿A qué quedaría entonces reducido el dominio y señorío de Roma? ¿Podrían acaso los romanos dejar de gobernar, ó habrían ellos de reconocer á todo un hato de bárbaras naciones conquistadas como á sus iguales?
Pensamientos eran éstos que no lograban hallar cabida en la cabeza de un patricio.
Y por lo que á él tocaba personalmente, esa religión oponíase á todas sus ideas y costumbres, á su carácter y á su concepto de la vida. No le era dado ni siquiera imaginar cómo podría él existir si llegase á reconocerla. Temíala y la admiraba, á la vez, pero en cuanto á aceptarla, sentía como si á esa sola idea se estremeciera todo su sér intimo.
Y finalmente comprendía que ella era el único obstáculo que de Ligia le separaba; y cuando se detenía á pensar en esto aborrecía esa religión con todas las fuerzas de su alma.
Y sin embargo velase obligado á confesarse á sí mismo que esa propia religión había adornado el alma de Ligia de esa belleza excepcional é inexplicable que en él despertara, junto al amor, el respeto, junto al deseo, el homenaje, y había hecho de Ligia un sér querido para él, sobre todos los demás que habitaban la tierra.
Y entonces, de nuevo sentíase inclinado á amar á Cristo— Y comprendía distintamente que le era necesario amarle ó aborrecerle: no podía permanecer indiferente.
Entretanto se veía solicitado por dos corrientes opues-