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QUO VADIS

contempló á la doncella con asombro y la creyó víctima de algún febril delirio. ¡Cómol ¿Resistirse á la voluntad del César, exponerse desde el primer momento á su cólera? Para obrar así era necesario ser una niña que no sabe lo que se dice. Para Actea desprendíase de las mismas palabras de Ligia que no era ella, propiamente hablando, un rehén, sino una doncella olvidada por su propio pueblo. Ninguna ley de las naciones la protegía; y aún cuando la protegiese, bastante poderoso era el César para atropellar esa ley en un momento de cólera. Había sido voluntad del César pedirla, y dispondría de ella. A contar de aquel momento era juguete de la voluntad del César, por encima de la cual no existe nada en el mundo.

—Sí,—continuó Actea, yo he leído también las cartas de Pablo de Tarso, y sé que más allá de la tierra hay un Dios, y el Hijo de Dios que resucitó de entre los muertos...

Pero sobre la tierra no hay más que el César. No lo olvides, Ligia. Sé también que tu doctrina te prohibe ser lo que he sido yo misma, y que, entre el deshonor y la muerte, vosotros, como los estóicos de que me habla con frecuencia Epicteto, no podéis escoger más que la muerte. ¿Pero estás tú segura de que sea la muerte lo que te espera y no el deshonor? ¿No has oído hablar de la hija de Seyano, una doncella, que por orden de Tiberio fué violada por el verdugo antes de su muerte, por respeto á una ley que prohibe que se castigue á las virgenes con pena capital? ¡Ligia, Ligia, no provoques al César! Si llega el momento decisivo en que debas elegir entre la deshonra y la muerte, podrás obrar entonces como tú fe te lo ordena; pero no busques la destrucción por tu propio arbitrio y no irrites por una causa trivial á una divinidad terrena que es al mismo tiempo una cruel divinidad.

Actea dijo estas palabras con acento de profunda compasión y hasta con vehemencia; y como era un tanto corta de vista, mientras iba hablando acercaba su hermoso rostro al de Ligia, cual si deseara observar con certeza el