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QUO VADIS

efecto que causaban sus palabras. Ligia le echó los brazos al cuello, poseída de infantil confianza y la dijo: —Actea, tú eres buena.

Complacida Actea por este elogio y por la fe que Ligia le demostraba, la estrechó contra su corazón; en seguida desprendiéndose de los brazos de la joven, contestó: —Mi felicidad ha pasado y ha muerto mi alegría, pero yo no soy mala.

Y en seguida empezó á dar precipitados pasos por la estancia, y á hablar consigo misma con amargo acento: —¡No! ¡Y él tampoco era malo!

En aquel tiempo creíase bueno y tenía el propósito de serlo. Yo muy bien lo sé. Toda su metamorfosis ha venido más tarde, cuando ha dejado de amar. Otras han hecho de él lo que es ahora,—sí, otras, —y Popea...

Y se llenaron de lágrimas sus ojos. Ligia la siguió por algún tiempo, con la mirada de sus azules ojos, y por último preguntó: —¿Lo sientes por él, Actea?

—Sí; por él lo sientol—contestó la griega en voz baja.

Y prosiguió su agitado paseo, con las manos apretadas como á impulsos del dolor, y en el semblante una expresión de absoluta desesperanza.

—¿Y le amas aún, Actea?—volvió á preguntar Ligia, con timidez.

—Sí, le amo,—contestó Actea.

Y después de un instante, repuso: —Nadie, sino yo, le ama.

Sucedióse un intervalo de silencio, durante el cual Actea se esforzó por recobrar su tranquilidad, que le habían hecho perder los recuerdos del pasado. Y cuando por fin, su semblante hubo vuelto á la expresión de tranquila melancolía que en él advertíase habitualmente, dijo: —Hablemos de ti, Ligia. Ni por un momento pienses en resistir al César: sería simplemente una locura. Y permanece tranquila. Conozco bien esta mansión y juzgo que