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QUO VADIS

asistir, siquiera una vez en la vida, á semejante fiesta y ver en ella al César, á la corte, á la famosa Popea y otras beldades, y admirar todo el indecible esplendor de que se hablaban prodigios en Roma, no habría sabido á punto fijo confesárselo á sí misma Ligia; pero la razón estaba de parte de Actea, y eso veíalo distintamente la joven. Había necesidad de asistir; por lo tanto, cuando la necesidad y hasta el simple raciocinio venían en ayuda de la tentación latente, no la era ya dable titubear.

Actea la condujo á su propio unctorium para ungirla y vestirla; y aún cuando no había carencia de esclavas en la casa del César, y Actea disponía de suficiente número de ellas para su servicio personal, por simpatía para con aquella doncella cuya inocencia y hermosura le habían cautivado el corazón, decidióse á vestirla ella misma.

Y entonces pudo verse con claridad que en la joven griega, no obstante su melancolía y su lectura de las cartas de Pablo de Tarso, palpitaba todavía mucho del antiguo espíritu helénico, al cual habló siempre la hermosura física con harto mayor elocuencia que otra alguna en la tierra. Una vez que hubo desvestido á Ligia, no pudo reprimir una esclamación de sorpresa á la vista de sus formas mórbidas, á la par que de una modelación perfecta, y de sus delicadas carnes, que parecían hechas de perlas y de rosas; y dando unos cuantos pasos hácia atras, detúvose luego á contemplar con verdadero deleite aquella forma impecable, sin par, de primavera temprana.

—Ligial—esclamó por fin,—¡tú eres cien veces más hermosa que Popeal Pero, educada en la severa casa de Pomponia, donde observábase el mayor recato, aún entre personas del mismo sexo, aquella virgen, linda como un ensueño de amor, de contornos harmoniosos como una obra de Praxíteles ó cual música genial, estaba allí, de pie, dominada por estraña alarma, púdicamente ruborosa, unidos los mulos, puestas las manos en el seno é inclinados al suelo sus hermo-