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QUO VADIS

Actea había suspendido su narración; pero Ligia seguía contemplando la multitud como si algo buscase en ella.

De pronto su rostro se cubrió de rubor y de entre las co.lumnas destacáronse Vinicio y Petronio. Se dirigieron al gran triclinio, hermosos, tranquilos como dioses, envueltos en sus blancas togas.

Al ver Ligia esos dos rostros conocidos y amigos entre aquella multitud de gentes extrañas, y especialmente al mirar á Vinicio, parecióle que un gran peso habíase desprendido de su corazón. Sentíase ya menos sola. Ese inconmensurable anhelo por volver á ver á Pomponia, por tornar á la casa de Aulio, que la había dominado hacía poco, cesó al punto de ser doloroso. El deseo de ver á Vi nicio y de hablarle extinguieron en ella el rumor de otras voces íntimas.

En vano atraía á su mente el recuerdo de todo lo malo que había oído hablar de la casa del César, y las palabras de Actea, y las advertencias de Pomponia. Todas esas palabras y advertencias ibanse desvaneciendo ahora, mientras Ligia se decía que no sólo por obligación, sino también por deseo, debía de estar ella en la fiesta.

La simple idea de que pronto iba á escuchar de nuevo esa querida y agradable voz, que la había hablado de amor y de una felicidad digna de los dioses, en palabras que aun resonaban en su oído como dulce música, inundó su corazón de inefable y súbita alegría.

Pero, un instante después tuvo miedo á esa alegría. Parecióle estar haciendo traición á las puras enseñanzas en que la habían educado, y traición á Pomponia, y traición á sí misma. Una cosa es verse violentada y otra cosa el gozarse en esa violencia. Así, pues, juzgóse culpable, indigna y perdida. La desesperación empezaba á invadirla y sentía fuertes impulsos de llorar. A haberse hallado sola, hubiérase puesto de hinojos y exclamado, golpeándose el pecho: «¡Mea culpal ¡mea culpal»

Tomo I
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