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QUO VADIS

Pero Actea en ese propio instante la tomó de la mano y la condujo, al través de los departamentos interiores, hasta el gran triclino, en donde iba á verificarse la fiesta.

Obscureciéronse á la joven los ojos y sintió un ruído en los oídos, causado por la interna emoción que todo aquello le producía: los acelerados latidos de su corazón le acortaban casi el aliento. Como en un sueño vió miles de lámparas que brillaban sobre las mesas y pendientes de las murallas; como en un sueño oyó las aclamaciones con que los huéspedes acogieron al César; y como entre tinieblas vió al propio César. Las aclamaciones la ensordecían, el brillo la deslumbraba, embriagábanla los perfumes, y perdida ya casi toda la conciencia de sí misma, apenas si podía reconocer á Actea, que la hizo sentar en la mesa y ocupó un sitio al lado suyo.

Mas, después de un momento, una voz baja y de ella conocida, dejóse oir del otro lado: —¡Salud á la más hermosa de las vírgenes de la tierra y de las estrellas del cielo! ¡Salud á tí, divina Calinal Ligia, que se había recobrado ya un tanto, volvió la vista; Vinicio estaba á su lado.

Habíase quitado la toga, como se acostumbraba entonces en las fiestas, por conveniencia y por haberse así ya establecido. Su cuerpo hallábase tan sólo cubierto por una túnica escarlata sin mangas, bordada de palmas de plata.

Sus desnudos brazos, depilados por completo, veíanse ornamentados á la oriental, con dos anchas fajas de oro, sujetas más arriba de los codos. Eran unos brazos suaves, pero demasiado musculares, brazos de soldado, hechos para la espada y el escudo. Llevaba en la cabeza una guirnalda de rosas. Con sus pobladas cejas unidas, sus espléndidos ojos y su morena tez, era aquel hombre por decirlo así, la personificación de la juventud y de la fuerza.

A Ligia parecióle tan hermoso en aquel instante, que aun cuando su primera impresión de estupor había pasado ya, pudo apenas contestar: