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¡A escape y al vuelo!/II

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II



II

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Irse al tren, mudo y absorto
miraba yo de hito en hito,
cuando me dijo Juanito:
—Vámonos, que el día es corto:

Tomamos en la central
una cesta con dos jacos,
que aunque un tantico bellacos,
trotaban largo e igual:

y ¡hala!, por un buen camino,
que va por una hondonada
y por la orilla arbolada
de un río muy cristalino,

y ¡hala!, ¡hala! y trota y trota,
y atrás se queda una casa
y otra, y un puente se pasa
con miedo a su cimbra rota,

y un pueblo, y un caserío,
y otro, y otro, y una loma,
y otra y otra; hasta que toma,
dejándose atrás al río,

el camino una alta cuesta;
tras la cual, con luz ya escasa,
llegué a Zarauz y a tu casa
con Juanito en una cesta.

No hay para qué aquí te incluya
la impresión que me hizo a mí
tu casa cuando la vi,
pues tu casa es como tuya.

El orden, la pulcritud,
el buen gusto, el real decoro:
todo es digno, todo es de oro
de tu influjo por virtud.

Nada choca, ni resalta
por salas y corredores:
poco ruido, muchas flores:
nada estorba, nada falta;

y en todo se echa de ver
que allí a la par siempre han ido
la dignidad del marido
con la prez de la mujer.

Decir que donde tú estás
todo lo caracterizas
con tu chic, y lo amenizas
con tu ingenio, está de más.

Marcelino y tu marido
me abrazaron: apartamos
toda etiqueta y cenamos
con gran charla y tanto ruido,

como si tu padre y yo
hoy del colegio acabáramos
de salir, y aun nos halláramos
en la edad que ya pasó.

Abreviamos la velada:
dejásteisme en mi aposento;
quedé solo… ¡y muy contento!,
mi cuarto era una monada.

Lavabo, espejos, armario,
paje, escritorio, y en él
cartera, sellos, papel,
con todo lo necesario

como en él en cada mueble:
y todo sin una hilacha,
ni una maca, ni una tacha:
nada usado, nada endeble.

Todo allí a mi gusto era:
y entre mil gratos objetos,
acuarelas y bocetos
de nuestro buen Carderera;

y del conjunto gentil
de todo, santo remate,
de ébano un escaparate
con un Cristo de marfil.

¡Que si estaba yo contento
allí! La cosa es muy obvia:
como que eran mi aposento
y lecho los de una novia.

Dormí bien: me desperté
ya algo tarde: hervir sentí
al mar: la ventana abrí,
y con el mar me encontré.



Yo adoro al mar, ¡me ha acunado
su lomo azul tantas veces!
y allende el mar, ¡cuántas preces,
cuántos muertos he dejado!

¡Cuántas lágrimas a solas
allende el mar he vertido!
¡Salve, oh mar, que me has traído
a mis playas españolas!

¡Qué diablo de tiempo viejo!
¡siempre me vuelvo a lo mismo!
¡Maldito romanticismo,
buho infausto…, ¡aquí te dejo!



Quité los ojos del mar,
y de un florido jardín
empecé por el confín
la vista a desparramar.

Kiosco, capilla, invernáculo,
un risco-isla con puente
en un tanque transparente,
de agua dulce receptáculo:

de plantas grasas macizos,
un belvedere con gruta,
groselleros aun con fruta,
cañacoros y carrizos

con plumeros de espumilla;
filarias de triples hojas,
euphorbias de flores rojas,
espírea azul y amarilla;

un emparrado aun con uva
sombreado de tamarindos;
y en macetas, los más lindos
cactus de Australia y de Cuba;

y por doquiera begonias,
grandifloras jeringuillas,
cassias, fucsias, campanillas,
bojes, yedras y bignonias.

Ante este edén me sentí
de admiración casi frío,
diciendo entre mí: —¡Dios mío,
a esto llaman campo aquí!



Mi nombre y la campanilla
resonaban de manera,
que me arrojé a la escalera
gritando: —¡Allá va Zorrilla!

Era que más dilatar
no podías ya el placer
de echar conmigo a correr
y hacerme ver el lugar,
y las montañas y el mar,
y la iglesia y los conventos,
y los enorme fragmentos
de señoriales mansiones,
tras tantas generaciones
aún firmes en sus cimientos.

Porque tú sabías bien
que yo ignoraba que había
de grandeza y poesía
tal tesoro en ese edén;
creías que por desdén
no había hasta entonces ido,
y tu amor propio ofendido
no sosegaba hasta ver
al castellano caer
de asombro a tus pies rendido.

Sin que fuera un madrugón,
se acordó hacer un esfuerzo
para ir antes del almuerzo
a una alegre expedición;
tú, haciendo de previsión
y de aprestos un derroche,
preveniste por la noche
a tus expedicionarios
que acudieran, y entre varios,
me aguardabas ya en el coche.

Creí que ya estabais solas
tú y la de El Real: que era un pozo
Zarauz, y que aun con el mozo
de a pie andabais en artolas.

Creía que, la estación
del veraneo pasada,
no había nadie ni nada
que ver en tal lugarón;

mas me encontré, con asombro,
con que hay telégrafo y coches,
y alumbrado por las noches;
y que no hay tierra ni escombro
que en las calles cuajen barros;
que hay serenos, policía,
inspección y orden de carros,
guardas y gendarmería;
y además, que todavía
habitan hoy los de Narros
sus torres hereditarias,
y a vuestra casa cercanos
viven los de Castellanos,
Via-Manuel y Villadarias.

Plúgome, en fin, grandemente,
el ver que tan impaciente
como tú, allí me esperaba
y alegre me saludaba
la sin par en gallardía
Pilar, y la primorosa
pequeñísima María,
con una banda ruidosa
de alegre muchachería.

¡En route! Y arrancó el carruaje,
desencajando el encaje
del empedrado algo bronco
las herraduras del tronco
y las llantas del rodaje.