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¡A iglesia me llamo!

De Wikisource, la biblioteca libre.
Tradiciones peruanas: Tercera serie (1894)
de Ricardo Palma
¡A iglesia me llamo!


(Al doctor don Juan Antonio Ribeyro)


En una casa de los arrabales de la ciudad de Huamanga (Guamanga) hallábanse congregados en cierta noche del año de gracia de 1575 y en torno a una mesa hasta doce aventureros españoles, ocupados en el nada seráfico entretenimiento de hacer correr los dados sobre el verde tapete. Eran los jugadores mineros de ejercicio, y sabido es que no hay gente más dada a la fea pasión del juego que la que emplea su tiempo y trabajo en arrancar tesoros de las entrañas de la tierra.

La noche era de las más frías de aquel invierno, llovía si Dios tenía qué, relampagueaba como en deshecha tormenta y el fragor del trueno hacía de rato en rato estremecer el edificio. Parecía imposible que alma viviente se arriesgase a cruzar las calles con tan barrabasado tiempo.

De pronto sonaron golpes a la puerta de la casa y los jugadores dieron reposo a los dados, mirándose los unos a los otros con aire de sorpresa.

-¡Por San Millán el de la cogulla! -gritó uno-. Si quien toca es ánima en pena, vaya a pedir sufragios a otra parte. ¡Noramala para el importuno! ¡Arre allá, buscona o bergante! Seguid vuestro camino y dejad en paz a la gente honrada.

-Por tal busco vuestra compañía, Mendo Jiménez, y abrid y excusad palabras, que traigo caladas la capa y el chambergo -contestó el de afuera.

-Acabáramos, seor alférez -repuso Jiménez abriendo la puerta-. Entre vuesa merced y sea bien venido, magüer barrunto que nada bueno nos ha de traer quien viene a completar el número trece.

Quédense las agorerías para otro menos mañero y descreído que vos, Mendo Jiménez. A la paz de Dios, caballeros -dijo el nuevo personaje, arrojando el chapeo y el embozo sobre una silla próxima al brasero y tomando puesto entre los jugadores.

Era el alférez mozo de treinta años y que a pesar de lo imberbe de su rostro había sabido imponer respeto a los desalmados aventureros qua por entonces pululaban en el Perú. Vestía aquella noche con cierto elegante desaliño. Sombrero con pluma y cintillo azul, golilla de encaje de Flandes, jubón carmesí, calzas de igual color con remates de azabache, y cinturón de terciopelo, del que pendía una hoja con gavilán dorado. Contaba poco menos de un mes de vecindad en Guamanga, y ya había tenido un desafío. Referíase de él que, soldado en los tercios de Chile, había desertado de la guarnición y pasado al Tucumán, Potosí y Cuzco, de cuyos lugares lo obligara también a salir lo pendenciero de su carácter. Oriundo de San Sebastián de Guipúzcoa, tenía el genio duro como el hierro de las montañas vascongadas y tan endiablados los puños como el alma. Fama es que los diestros matones y espadachines de su tiempo no alcanzaban a parar una estocada que él había inventado y a la que llamaba, aludiendo a su siniestro éxito, el golpe sin misericordia.

Después de contemplar por algunos momentos la agitación con que sus compañeros de vicio seguían el giro de los dados, arrojó sobre la mesa una bien provista bolsa de cuero, diciendo:

-Roñoso juego hacen vuesas mercedes y más parecen judíos tacaños que hijosdalgo y mineros. Ahí está mi bolsa para el que se arriesgue a ganármela a punto menor.

-Rumboso viene don Antonio -contestó Mendo Jiménez- y ¡por los cuernos del diablo! que tengo de aceptar el reto.

-¡A ello, y tiro! -repuso el alférez haciendo rodar los dados-. ¡Ases! Ni Cristo, con ser quien fue, podría echarme punto menor. He ganado.

-¡Mala higa para vos! Esperad, seor alférez, que tal puede ser la suerte que os iguale.

-Idos con esa esperanza al físico de Orgaz que cataba el pulso en el hombro.

-Nada aventuro con tirar los dados a topatolondro, que de corsario a corsario no se arriesgan sino los barriles.

-Tire, pues, vuesa merced, que en salvo está el que repica.

Y Mendo Jiménez agitó el cubilete y soltó los dados. Todos se quedaron maravillados. Mendo Jiménez resultaba ganancioso.

Un dado había caído sobre el otro, cubriéndolo perfectamente, dejando ver en su superficie un solo as.

El alférez protestó contra el fallo unánime de los jugadores; a la protesta siguieron los votos; a ellos lo de llamarse fulleros y mal nacidos; y agotados los denuestos, desenvainó don Antonio la espada y despabiló con ella al candil que estaba pendiente del techo. En completa tiniebla se armó entonces el más infernal zipizape. Cintarazo va, puñalada viene, al grito de «¡Dios me asista!» uno de los jugadores cayó redondo, y los demás se echaron en tropel a la calle.

El matador huía a buen paso; pero al doblar una esquina dio con la ronda, y el alcalde lo detuvo con la sacramental y obligada frase:

-Por el rey, ¡dése preso!

-No en mis días, seor corchete, mientras me ampare el esfuerzo de mi brazo.

Y aquel furioso arremetió sobre los alguaciles, y acaso habría dado al diablo cuenta de muchos de ellos, si uno más listo y avisado que sus compinches no hubiese echado la zancadilla al alférez, quien vino cuan largo era a medir con su cuerpo el santo suelo.

Cayeron sobre él los de la ronda, y atado codo con codo lo condujeron a la cárcel.

No era esta la primera pendencia de nuestro alférez por cuestión de juego. Una tuvo en que milagrosamente salvó el pescuezo. Jugando en un pueblo del Cuzco con un portugués que paraba largo, puso éste una mano de a onza de oro cada pinta. Don Antonio echó diez y seis suertes seguidas, y el perdidoso, dándose una palmada en la frente, exclamó:

-¡Válgame la encarnación del diablo! ¡Envido!

-¿Qué envida?

-Envido un cuerno -dijo el portugués golpeando el tapete con una moneda de oro.

-Quiero y reviro el otro que le queda -contestó el alférez.

La respuesta del portugués, que era casado, fue sacar a lucir la tizona. Don Antonio no era manco, y a poco batallar dejó sin vida a su adversario. Llegó la justicia y condujo al matador a la cárcel. Siguiose causa y se le sentenció a muerte. Habíale ya el verdugo puesto el boletín, que es el cordel delgado con que ahorcan, cuando llegó un posta trayendo el indulto acordado por la Audiencia del Cuzco.

II

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El juicio fue ejecutivo y ocasionó poco gasto de papel. A los tres meses, día por día, llegó la hora en que el pueblo se rebullese alrededor de una empinada horca en la plaza de Guamanga.

Todas las pasadas fechorías de don Antonio se habían aglomerado en el proceso. El alférez nada negaba y a toda acusación contestaba: «Amén, y si me han de desencuadernar el pescuezo por una, que me lo tuerzan por diez lo mismo da, ni gano ni pierdo».

Para él la cuestión número era parvidad de materia.

El sacerdote había entrado en la capilla y confesado al reo; pero al darle la comunión, éste le arrebató la Hostia y partió a correr gritando:

-¡A iglesia me llamo! ¡A iglesia me llamo!

¿Quién podía atreverse a detener al que llevaba entre sus manos, enseñándola a la muchedumbre, la divina Forma? «Si el alférez había cometido un sacrilegio, pensaba el religioso pueblo, ¿no lo sería también hacer armas sobre quien traía consigo el pan eucarístico?».

Ese hombre era, pues, sagrado. Se llamaba a iglesia.

Como era de práctica en los dominios del rey de España, cuando se iba a ajusticiar un delincuente todos los templos permanecían abiertos y las campanas tañían rogativas.

Don Antonio, seguido del pueblo, tomó asilo en el templo de Santa Clara, y arrodillándose ante el altar mayor depositó en él la divina Forma.

La justicia humana no alcanzaba entonces a los que se acogían al sagrado del templo. El alférez estaba salvo.

Noticioso el obispo don fray Agustín de Carvajal, agustino, de lo que acontecía, se dirigió a Santa Clara, resuelto a llenar el precepto que los cánones imponían para con reos de sacrilegio tal como el de don Antonio. La pena canónica era raparle la mano y pasarla por el fuego.

Cierto es que hacía muy pocos años que la Inquisición se había establecido en Lima, y que ella podía reclamar al criminal. La extradición, que no era lícita a los tribunales civiles, era una prerrogativa del tribunal de la fe. Pero los inquisidores estaban por entonces harto ocupados con la organización del Santo Oficio en estos reinos, y mal podían pensar en luchas de jurisdicción con el obispo de Guamanga.

Don Antonio pidió a su ilustrísima que le oyese en confesión. Larga fue ésta; pero al fin, con general asombro, se vio al obispo tomar de la mano al criminal, llevarlo a la portería del monasterio, y luego, tras breve y secreta plática con la abadesa, hacerlo entrar al convento, cerrando las puertas tras él.

Esto equivalía a guardar el lobo en el redil de las ovejas.

El escándalo tomaba de día en día mayores creces en el católico pueblo; y los fieles llegaron a murmurar acerca de la sanidad del cerebro de su pastor. Mas el buen obispo sonreía devotamente cuando sus familiares hacían llegar a sus oídos las hablillas del pueblo.

Y así transcurrieron dos meses hasta que llegó de Lima un enviado del virrey con pliegos reservados para el obispo. Éste tuvo una entrevista con el alférez; y al día siguiente, con buena escolta, partió don Antonio para la capital del virreinato.

En Lima se le detuvo por tres semanas preso entre las monjas bernardas de la Trinidad, y en el primer galeón que zarpó para España marchó el camorrista alférez bajo partida de registro.


III

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Entonces se hizo notorio que el alférez don Antonio de Erauzo era una mujer, a la que sus padres dieron el nombre de Catalina Erauzo y la historia llama la monja alférez. Doña Catalina había tomado el hábito de novicia, y estando para profesar huyó del convento, vino a América, sentó plaza de soldado, se batió bizarramente en Arauco, alcanzó a alférez con título real y en los disturbios de Potosí se hizo reconocer por capitán en uno de los bandos.

Como no ha sido nuestro propósito historiar la vida de la monja-alférez, sino narrar una de sus originalísimas y poco conocidas aventuras, remitimos al lector que anhele conocer por completo los misterios de su existencia a los varios libros que sobre ella corren impresos. Bástenos consignar que doña Catalina de Erauzo regresó de España; que cansada de aventuras ejerció el oficio de arriero en Veracruz, y que murió, en un pueblo de Méjico, de más de setenta años de edad; que no abandonó el vestido de hombre y que no pecó nunca contra la castidad, bien que fingiéndose varón engatusó con carantoñas y chicoleos a más de tres doncellas, dándoles palabra de casamiento y poniendo tierra de por medio o llamándose Andana en el lance de cumplir lo prometido.