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¡Agua... Agua!...

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

¡AGUA... AGUA!...

Era preciso forzar á veinte leguas la jornada, único medio de no morirse de sed, en una de las regiones de tierra más fecunda que conozco en las Américas.

Tamaña anomalía pone grima en el ánimo, pero ahí está hostil y sofocante.

De todos los gritos de dolor, el de la sed es el más digno de piedad, porque en él no solamente aúllan las torturas del cuerpo y del espíritu, sino las hondas y desgarradoras de las opresas mamas de la tierra.

No porque en la ciudad nos pesen como planchas de plomo en los oídos los tanques opulentos de las aguas corrientes, debemos desoir el clamor de los exploradores sedientos, que si á tanto desamor fraternal hubiésemos llegado, bastaría la compasión filial por esas sierras, cuyas ubres erectas quizá se abren á veces en llagas de supuración volcánica, cuando ya desesperan de que los hombres les expriman de sus carnes de oro los manantiales de la vida.



El sol parecía arder á muy poca distancia de la tierra. Oíase el ruido de su combustión metálica.

Los guijarros esgrimían llamaradas de reflejos, sugiriendo amenazas de bombas explosivas.

La arena incinerada hervía.

Las hojas pugnaban por agacharse á buscar sombra unas tras otras.

Los pájaros volaban presurosos de ramaje en ramaje, como si temiesen quemarse las alas en el aire.

Las nubes rebruñidas eran bloques de acero á punto de derretirse en chorros perforantes.

Mi caballo retinto parecía un gran carbón humeando.

Mi sangre amenazaba reventar las arterias, con hervores de explosión.

El cráneo pesaba sobre los sesos como un casco de hierro al rojo intenso.

Los cristales de las pupilas se refugiaban en los rinconcitos de verdura para no quebrarse en trizas.

Los pulmones distendían sus fibras hasta cerrar la garganta, contra las tufonadas de aire cálido.

El ruido de las herraduras en las piedras parecía desmoronar los huesos calcinados.

Los nervios sospechaban lo que debe sufrir un alambre que se ablanda y retuerce al fuego lento.

Cada gota de transpiración igota de vida!

salía por cada poro con un dolor de llanto.

La imaginación cruel! transportaba la sensibilidad de hoyos de lava para hundirla en cristalinos estanques de dulzura.

Todo era hostil á la mirada: desde las espinas punzantes de los algarrobos, hasta la trinchera de cristales rotos que espejeaban en las lomas del confin sin esperanzas.

El humo del cigarrillo penetraba en los pulmones como el de la pólvora agresiva de un combate.

La idea de movimiento era falsa; pues mientras los caballos parecían trotar retrocediendo, el corazón seguía galopando sin freno hacia la muerte. La lengua estorbaba entre la boca como un lingote de cobre encendido. En los labios insensibles al filo de los dientes, se retorcían miles de viboritas incendiadas, con ansia de beberse el sudor que chorreaba por el pescuezo de los caballos.

De repente estos levantaron el cuello, sondaron con la mirada un lado del horizonte, estornudaron con fuerza y aligeraron el trote.

Señal de aguada próxima.

Sobre las cortaderas y mallines ya no reverberaban con aspereza los brillos caniculares. Tan sólo ondeaba sobre los tallos salientes una diáfana polvareda de ámbar fino y movible.

La tropilla que galopaba delante, á trecho prudente de nuestra caravana, interponía entre el verde profundo del desierto y el azul azucarado de los cielos, nubecillas de arena esmerilada, que poco a poco descendían á cernir su polvillo de oro en los arbustos.

Las faldas vaporosas de las primeras brisas pasaban exhalando el aroma de hierbabuena macerada y de secretas humedades.



Cuando se ha viajado todo un día bajo el aire reseco de esas pampas, el organismo principia á darse cuenta de que su 80 por ciento de agua que lo forma, es el más dilicioso elemento de la vida.

Sentir sed devoradora, no solamente en la garganta, sino en la carne, en los huesos, en la piel, en los ojos y en cada átomo del cuerpo, es una sensación sin la cual nadie tiene derecho de decir que haya vivido vida intensa.

No creo en ningún refinamiento superior á ese.

Ignoro por qué los químicos, que todo lo definen con el olfato y el gusto, todavía no han podido averiguar que la vida humana tiene un pronunciado sabor á agua y que la salud huele á agua y que la conciencia huele á agua.

Es un adefesio inexplicable eso de irse á París en busca de lo raro y las impresiones fuertes, en vez de echar por delante una tropilla de potros, y en una de estas soledades que tenemos á trasmano, plantarse uno frente á frente de su persona, interrogarse, hablarse á gritos, sentirse y palparse á sí mismo, todo lo cual produce más sorpresas que cualquier exposición universal.

El que ha saltado del caballo para tirarse á apagar la sed del pecho, las narices y los ojos en un charco, puede reirse de los zotes que se van á Europa á quemarse el paladar con el «sol embotellado».

La tal «réclame» debe tener la culpa de esas cosas. Eso es lo que nos tiene falsificados los sentidos. Ella ha puesto á la humanidad anteojos verdes para que ésta adapte sus apetitos al pienso cotidiano de papel pintarrajeado. Así se explica el que la mayoría de las gentes pasen la vida bebiendo sin apagar nunca la sed, ó lleguen á viejos sin haber vivido consigo mismos un instante.

Es extraño que en las recetas de los médicos no figure aún la prescripción: «no ver avisos».

Cuando tal ocurra, que será muy pronto, parajes como ese del Neuquén á que aludía, serán muy frecuentados. Allí torna uno á ser humano, porque no hay avisos.

Esta digresión no tenía más objeto que excusarme por la vellemencia de un recuerdo tan nimio en apariencia, pero tan raro y dulce: el olor recóndito, el olor profundo, el verdadero olor á agua.

Ya adivino la sonrisa de los que no hayan experimentado los trances de la vida primitiva. Esos ignorarán siempre la Biblia. Bien capaces serían de concebir el Paraíso, no con fuente armoniosa, pero, sí, con bar inglés.

Tengo profunda lástima por los que nunca han conocido el agua viva y sana, sino mucho después de fallecida, ya putrefacta, descompuesta, sin sol, sin brillo, amortajada en ataúdes de cristal, fría y exánime bajo mentidos epitafios.

El agua de las ciudades, esa momia objeto del comercio, es un cadáver ponzoñoso que en sí lleva el castigo de la profanación.

Cuando se la arranca de su vertiente ó de su cauce natural, se la asesina; muere guillotinada; se le corta la circulación de su armonía, como á los mártires, como á los justos, como á las rosas... Por eso se corrompe, se entristece y envenena.



Aquella tarde de angustia, se me apareció la vida de repente. Antes que yo, la reconocieron los caballos. Mi retinto sacudió su marasmo con un estremecimiento de alegría; irguió el cuello y saludó la brisa con un relincho de victoria.

Yo me incorporé sobre los estribos para mirar el horizonte: los ojos principiaron á beber agua en el cielo. Las nubes metálicas y duras se habían conglomerado en costas frías, franjeadas por borbollones de espuma que se diluían en la transparente suavidad azul de lagos dulces.

De un gran nubarrón jaspeado se precipitaba una cascada, sobre un remanso de nenúfares en adormecida floración.

Entre suaves barrancas de oro frío, los manantiales diáfanos disolvían con lentitud jugo de guindas.

La sed de los cuerpos, de las piedras y las plantas, huía arrebatada por vientecillos joviales.

Del monte se escapaban aplausos de plumajes y escalitas líricas de plata.

Las hierbas, al moverse, remedaban el roce y las aromas de las sedas de baile.

La tierra que dejaba la tropilla, nos esperaba sobre la huella con ovaciones de oro.

El verdor profundo de la llanura ya no estaba manchado con los parches grises de pizarra, y en el límite remoto se alzaban graderías azules de colinas, sosteniendo la cúpula de un ventisquero andino, cuya nieve principiaba á tenirse con las rosas y mieles de la tarde.

Traspasando las nieblas más compactas, el sol aun resplandecía, como el balcón abierto de un palacio de mármol, en una noche de gala.

Los pastos aparecieron más tiernos y olorosos, los caballos aceleraron su galope, los arbustos bravíos se detuvieron ante un gramal parejo, y bajo una carpa de sauces apareció el manantial.

Todos, hombres y caballos, unidos é igualados en aquel instante por el derecho supremo de acercar los labios á la vida, nos precipitamos á beber.

Era admirable contemplar aquellas bestias temblorosas, con los belfos aterciopelados hundidos en el agua y los párpados caídos en desmayo de deleite, arrodilladas sobre la grama en muda adoración ante esa risueña gruta de Navidad.

El prado mismo se allegaba á la vertiente tirando al borde sus chales de gramillas y hierbas olorosas, tachonados de margaritas y verbenas, salpicados de fresas y tejiendo con sus profusos flecos sumergidos, el joyel rutilante é incrustado al fondo con piedrecillas multicolores.

El agua surgía pura y alegre, sonriendo al cielo y á la vida con sus hoyuelos juguetones y derrochando en interminable cintillas de burbujitas eléctricas el misterioso flúido genitor.

Los viejos sauces balbucían con su voz de raso sus arrullos, al depositar en el agua el oro votivo de sus hojas amarillas; y los insectos diminutos danzaban sobre aquella superficie el ritmo de sus destinos invisibles.

De mí puedo decir que ese primer sorbo de agua me presentó el recuerdo de la primera bocanada de aire en que mi pulmón moduló el primer vagido.

Esa confluencia del agua primitiva con la sangre en agonía, evoca no sé qué recuerdo inmemorial: ilumina espejismos donde br¡Ilan los soles que alumbraron la niñez: lava de la conciencia los barnices de sensibilidad apócrifa que depositan las ciudades: más aun... hace que por un instante se reanude en el espíritu el hilo roto de la original armonía entre el glóbulo y el astro...