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¡Hombre al agua!

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''¡Hombre al agua!''
de Vicente Blasco Ibáñez


¡Hombre al agua!



Al cerrar la noche, salió de Torrevieja el laúd San Rafael, con cargamento de sal para Gibraltar.

La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los sacos, formando una montaña en torno del palo mayor. Para pasar de proa a popa, los tripulantes iban por las bordas, sosteniéndose con peligroso equilibrio.

La noche era buena; noche de verano, con estrellas a granel y un vientecillo fresco algo irregular, que tan pronto hinchaba la gran vela latina, hasta hacer gemir el mástil, como cesaba de soplar, cayendo desmayada la inmensa lona con ruidoso aleteo.

La tripulación, cinco hombres y un muchacho, cenó después de la maniobra de salida, y una vez rebañado el humeante caldero, en el que hundían su mendrugo con marinera fraternidad desde el patrón al grumete, desaparecieron por la escotilla todos los libres de servicio, para reposar sobre la dura colchoneta, con los vientres hinchados de vino y zumo de sandía.

Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado, que acogió con gruñidos de impaciencia las últimas indicaciones del patrón, y junto a él su protegido Juanillo, un novato que hacía en el San Rafael su primer viaje, y le estaba muy agradecido al viejo, pues gracias a él había entrado en la tripulación, matando así su hambre, que no era poca.

El mísero laúd antojábasele al muchacho un navío almirante, un buque encantado, navegando por el mar de la abundancia. La cena de aquella noche era la primera cena seria que había hecho en su vida.

Había llegado a los diez y nueve años, hambriento y casi desnudo como un salvaje, durmiendo en la torcida barraca donde gemía y rezaba su abuela, inmóvil por el reuma: de día ayudaba a botar las barcas, descargaba cestas de pescado, o iba de parásito en las lanchas que perseguían al atún y la sardina, para llevar a casa un puñado de pesca menuda. Pero ahora, gracias al tío Chispas, que le tenía ley por haber conocido a su padre, era todo un marinero, estaba en camino de ser algo, podía con todo derecho meter su brazo en el caldero, y hasta llevaba zapatos, los primeros de su vida, unas soberbias piezas capaces de navegar como una fragata, que le sumían en éxtasis de adoración. ¡Y aún dicen que si el mar!... Vamos, hombre. El mejor oficio del mundo.

El tío Chispas, sin apartar la vista de la proa ni las manos del timón, agachándose para sondear la oscuridad por entre la vela y el montón de sacos, le escuchaba con sonrisa marrullera.

—Sí; no has escogido mal oficio. Pero tiene quiebras. Las verás... cuando tengas mis años... Pero tu sitio no es aquí: anda a proa y avisa si ves por delante alguna barca. Juanillo corrió por la borda con la segura tranquilidad de un pillo de playa.

—Cuidado, muchacho, cuidado.

Pero él ya estaba en la proa, y se sentó junto al botalón, escudriñando la negra superficie del mar, en cuyo fondo se reflejaban como serpeantes hilos de luz las inquietas estrellas.

El laúd, panzudo y pesado, caía tras cada ola con un solemne ¡chap! que hacía saltar las gotas hasta la cara de Juanillo: dos hojas de espuma fosforescentes resbalaban por ambos lados de la gruesa proa, y la hinchada vela, con el vértice perdido en la oscuridad, parecía arañar la bóveda del cielo.

¿Qué rey ni qué almirante estaba mejor que el serviola del San Rafael?... ¡Brrru! Su estómago repleto le saludaba con eructos de satisfacción. ¡Vida más hermosa!...

—¡Tío Chispas!... Un cigarro.

—Ven por él.

Juanillo corrió por la borda del lado contrario al viento. Era un momento de calma, y la vela rizábase con fuertes palpitaciones, próxima a caer desmayada a lo largo del mástil. Pero vino una ráfaga, y la barca se inclinó con rápido movimiento; Juanillo, para guardar el equilibrio, agarrose al borde de la vela, y en el mismo instante ésta se hinchó como si fuera a estallar, lanzando al laúd en una carrera veloz y empujando con fuerza tan irresistible todo el cuerpo del muchacho, que lo disparó como una catapulta.

En el ruido de las aguas al tragarse a Juanillo creyó oír éste un grito, palabras algo confusas; tal vez el viejo timonel que gritaba: «¡Hombre al agua!»

Bajó mucho, ¡mucho! atolondrado por el golpe, por lo inesperado de la caída; pero antes de darse cuenta exacta de ello viose otra vez en la superficie del mar braceando, absorbiendo con furia el fresco viento... ¿Y la barca? No la vio ya. El mar estaba oscurísimo; más oscuro que visto desde la cubierta del laúd.

Creyó distinguir una mancha blanca, un fantasma que flotaba a lo lejos sobre las olas, y nadó hacia él. Pero de pronto ya no lo vio allí, sino en lugar opuesto, y cambió de dirección, desorientado, nadando con fuerza, pero sin saber dónde iba.

Los zapatos pesaban como si fuesen de plomo: ¡malditos! ¡la primera vez que los usaba! La gorra le martirizaba las sienes; los pantalones tiraban de él como si llegasen hasta el fondo del mar y fuesen barriendo las algas.

—Calma, Juanillo, calma.

Y arrojó la gorra, lamentando no poder hacer lo mismo con los zapatos.

Tenía confianza. Él nadaba mucho: se sentía con aguante para dos horas. Los de la barca virarían para pescarle: un remojón y nada más... ¿pues qué así como así mueren los hombres? En un temporal, como habían muerto su padre y su abuelo, bueno, pero en noche tan hermosa y con buena mar, morir empujado por una vela sería una muerte de tonto.

Y nadaba y nadaba, siempre creyendo ver aquel fantasma indeciso que cambiaba de sitio, esperando que de la oscuridad surgiera el San Rafael viniendo en su busca.

—¡Ah de la barca! ¡Tío Chispas!... ¡Patrón! Pero el gritar le fatigaba y dos o tres veces las olas le taparon la boca. ¡Malditas!... Desde la barca parecían insignificantes, pero en medio del mar, hundido hasta el cuello y obligado a un continuo manoteo para sostenerse, le asfixiaban, le golpeaban con su sorda ondulación, abrían ante él hondas y movibles zanjas, cerrándolas en seguida como para tragarle.

Seguía creyendo, pero con cierta inquietud, en sus dos horas de aguante. Sí; contaba con ellas. Dos horas y más nadaba allá en su playa sin cansancio. Pero era en las horas de sol, en aquel mar de cristal azul, viendo allá bajo, a través de fantástica transparencia, las rocas amarillas con sus hierbajos puntiagudos como ramos de coral verde, las conchas de color rosa, las estrellas de nácar, las flores luminosas de pétalos carnosos estremeciéndose al ser rozados por el vientre de plata de los peces; y ahora estaba en un mar de tinta, perdido en la oscuridad, agobiado por sus ropas, teniendo bajo sus pies ¡quién sabe cuántos barcos destrozados, cuántos cadáveres descarnados por los peces feroces! Y estremecíase al contacto de su mojado pantalón, creyendo sentir el rozamiento de agudos dientes.

Cansado, desfallecido, se echó de espaldas, dejándose llevar por las olas. El sabor de la cena le subía a la boca. ¡Maldita comida, y cuánto cuesta de ganar! Acabaría por morir allí tontamente... Pero el instinto de conservación le hizo incorporarse. Tal vez le buscaban, y estando tendido pasarían cerca de él sin verle. Otra vez a nadar, con el ansia de la desesperación, incorporándose en la cresta de las olas para ver más lejos, yendo tan pronto a un lado como a otro, agitándose siempre en un mismo círculo.

Le abandonaban como si fuese un trapo caído de la barca. ¡Dios mío! ¿Así se olvida a un hombre?... Pero no; tal vez le buscaban en aquel momento. Un barco corre mucho; por pronto que hubiesen subido a cubierta y arriado vela, ya estarían a más de una milla.

Y acariciando esta ilusión, se hundía dulcemente como si tirasen de sus pesados zapatos. Sintió en la boca la amargura salitrosa; cegaron sus ojos, las aguas se cerraron sobre su rapada cabeza; pero entre dos olas se formó un pequeño remolino, asomaron unas manos crispadas y volvió a salir.

Los brazos se dormían; la cabeza se inclinaba sobre el pecho como vencida por el sueño. A Juanillo le pareció cambiado el cielo: las estrellas eran rojas, como salpicaduras de sangre. Ya no le infundía miedo el mar; sentía el deseo de abandonarse sobre las aguas, de descansar.

Se acordaba de la abuela, que a aquellas horas estaría pensando en él. Y quiso rezar como mil veces había oído a su pobre vieja. «Padre nuestro que estás...» Rezaba mentalmente, pero sin darse cuenta de ello, su lengua se movió y dijo con una voz tan ronca que le pareció de otro:

—¡Cochinos! ¡ladrones! ¡Me abandonan!

Se hundía otra vez: desapareció pugnando en vano por sostenerse. Alguien tiraba de sus zapatos... Buceó en la oscuridad, sorbiendo agua, inerte, sin fuerzas, pero sin saber cómo, volvió otra vez a la superficie. Ahora las estrellas eran negras, más negras que el cielo, destacándose como gotas de tinta.

Se acabó. Esta vez se iba al fondo de veras: su cuerpo era de plomo. Y bajó en línea recta, arrastrado por sus zapatos nuevos, y en su caída al abismo de los barcos rotos y los esqueletos devorados, el cerebro, cada vez más envuelto en densas neblinas, iba repitiendo:

—Padre nuestro... Padre nuestro... ¡ladrones! ¡granujas! ¡Me han abandonado!