¡Justicia!
La voz del pueblo se ha levantado airada y justiciera; la acción popular conduce a los autores del plagio de Manuel Sarabia, al banquillo del reo. Allí están todos: el borracho truán llamado Maza; los polizontes que vendieron la vileza de su conciencia y el canalla chauffer que batió el record de la criminal complicidad; no falta el jefe de los bandoleros cosacos, tampoco ese otro banquillo está solo, lo ocupa el feroz jefe supremo, el que ordenó el delito, el que pagó las manos mercenarias que apretaron la garganta de Sarabia y estrujaron el pabellón americano. El tribunal está formado, se instruye el proceso. Examinemos uno a uno los reos.
Antonio Maza, hombre de bajos instintos, borracho, adulador, cobarde y servil, de profesión esbirro, fue el director del nefando atentado; manejó el engaño, la corrupción y la infamia para apoderarse de un hombre inocente. Obró según él por amor al Czar y pensando que el carácter de Cónsul aseguraba su impunidad para atropellar la justicia universal y burlarse de una nación entera.
Los rufianes que vendieron por unas cuantas monedas su dignidad y cubrieron con un sanbenito la bandera de las estrellas, entregaron la víctima a los verdugos. Alegan en defensa su ignorancia completa de lo que son el honor y el patriotismo. Los cafres se avergonzaran de tenerlos por compatriotas.
El chauffer: para este hombre no se hicieron los escrúpulos y como los anteriores tiene la conciencia bastante elástica y a disposición del mejor postor; se le ofreció una buena propina e hizo prodigios para ganarla. Por media docena de dollars ayudaría a robar a media humanidad.
El coronel cosaco, el pretoriano Kosterlizky, obedeció órdenes superiores: fiel perro de presa del dictador Díaz, su oficio es morder a los enemigos del Czar. No discute sobre la iniquidad de este acto; le basta el placer que siente en ejercitar sus instintos de tártaro salvaje sobre el inerme pueblo.
Veamos el otro, ese que tiene la cabeza cana y la mirada del felino decrépito; ese sangriento Maztla que se agita en el cubil de su impura senectud, ordenando, aterrorizado, un crimen tras otro crimen, una violación tras otra violación, un fusilamiento tras un tormento. La sombra del derecho por él asesinado, le inquieta y le persigue; a veces es una mujer la que encarna ese espectro, a veces es un niño o un anciano y Abdul estremecido de remordimiento y de espanto ordena a sus genízaros la matanza. Tiberio febril y feroz se levanta galvanizado por innoble ambición al escuchar el suspiro de la libertad de este lado del Bravo y exclama: ¿Quién osa llamarse libre viviendo yo? Pero, no narremos su vida, no hagamos desfilar en fúnebre procesión la legión de mártires sacrificados por este enano hermano de Timur Bey y de Christian II, por este compinche de Ludovico el moro y de Estrada Cabrera.
Hablemos de un solo hecho, del escandaloso atentado cometido en la persona indefensa del digno mexicano Manuel Sarabia.
Porfirio Díaz fue la mano que movió todos los hilos de la trama. No satisfecho con haber cojido a la Nación Mexicana en la trampa de Tuxtepec; no contento con robar hasta la camisa a un pueblo desventurado, ha querido más. Después de apuñalear por la espalda al sufragio popular y acogotar a la Constitución; después de llenar las cárceles de ciudadanos y hecho morir en la esclavitud al libre pensamiento; cuando contemplaba el cadáver de la libertad colgado de un ahuehuete de Chapultepec, imaginó una iniquidad más. Se dijo: la obra de la pacificación (?) no está completa, es necesario que mi saliva llegue hasta el Capitolio, y que las botas de mis rufianes salpiquen de lodo el suelo de Lincoln para que esos rebeldes mexicanos que no pueden vivir bajo mi látigo perezcan como unos perros. Y para llevar a cabo sus tenebrosos proyectos no le detuvo nada, no retrocedió ante el ceño adusto de Jefferson; halagó a sus lacayos con la perspectiva de honores abyectos; estimuló a sus brutales agentes, derramó el oro arrancado al pueblo y apuntó cínicamente el honor del pueblo americano en una partida de su libro de caja. Pero ... ¡insensato! Creyéndose envuelto en la sombra, no vio que un ojo irritado y colérico le miraba. Rodeado de histriones, pensó que la atmósfera del servilismo y adulación que le rodean, se extendía por todo el continente americano. ¡Necio! En estos momentos, el Derecho, guardián y defensor de los débiles, le ha cojido por el cuello como a un malhechor vulgar y le arrastra ante el tribunal inapelable de la opinión pública.
El castigo de los culpables empieza ya; unos están bajo la acción de la ley; otros, los más culpables tal vez, los que llevan en el uniforme condecoraciones y en la frente la marca candente del desprecio universal, aguardan temblando el grito de Espartaco; ven aparecer la silueta amenazante del cadalso construido por la gleba.
El pueblo americano ha cruzado con la fusta de su viril civismo el rostro del nacionicida Porfirio Díaz que palidece no de vergüenza sino de miedo. Al pueblo mexicano toca limpiar el nombre de su patria de la mancha porfirista. ¡A nosotros los flagelados, los humillados, los vendidos, los proscriptos en nuestro mismo país, corresponde la vindicación de nuestro honor! ¡Guay de nosotros si el miedo detiene nuestro brazo! ¡Eterna maldición para el cobarde; para el que falto de patriotismo reniegue de un pasado glorioso! ¡Borremos del suelo patrio la palabra tiranía y coloquemos esta otra sobre la que descansa la única paz aceptable para los hombres: JUSTICIA!
Douglas, Arizona, 5 de julio de 1907
Práxedis G. Guerrero
Revolución N° 9 del 27 de Julio de 1907.