¿Bandera que se alza?
S
in empeños de polémica, emprendo la redacción del presente artículo. En Acción Española leí la transcripción literal del discurso pronunciado por D. José Antonio Primo de Rivera, con el epígrafe “Bandera que se alza”. El rótulo me atrajo. Lo que bajo él se hallaba, no era, empero, nada que se alzase como nuevo. Conocido, no diré que hasta la saciedad –porque son, por desgracia, muy pocas las gentes para las que no sea extraño– lo era para mí en tal grado, que daba la coincidencia de que sus primeras frases contenían la materia que en Acción Española he ido desarrollando desde su segundo número, va a hacer ya dos años. Ello no puede ser obstáculo para que la expansión fuera de la órbita en que la doctrina actuaba, me parezca conveniente; pero creo necesario así mismo fijar lo que en su nuevo modo haya de coincidencia o de discrepancia con el antiguo. Y esto es lo que voy a hacer.
Es cierto. Fue Juan Jacobo Rousseau quien destapó la caja de los males. No sólo el Contrato social, sino cuantas obras publicara, hasta la que en apariencia es más ajena a la política, como sus Confesiones, y en especial la titulada Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, derramaron en las inteligencias y en el corazón de la humanidad la ponzoña que más difícilmente había de eliminar. No hay como el fomento de la soberbia para atraer a los cretinos a una doctrina. Y fomentándose en las obras de Rousseau la estúpida vanidad de la soberanía individual, y siendo infinito el número de los necios, las predicaciones del criminal sicofante habían de echar raíces en el hombre. El origen inmediato del mal presenta fue acertadamente señalado por el Sr. Primo de Rivera.
Pero las obras de Rousseau no son el manantial del mal, sino el conducto por el cual éste llegó hasta nosotros. La fuente de que manó es el pensamiento filosófico inspirador de aquéllas. Para que la justicia y la verdad no sean categorías permanentes de razón, sino decisiones de la voluntad; para que ésta sea infalible (más apropiado sería calificarla de impecable), capaz de definir a cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal, y de practicar lo justo y lo recto y apartar lo injusto y lo malo, es condición indispensable que el hombre sea naturalmente bueno. Este es el pensamiento central de toda la obra de Rousseau; este es el falso dogma que mantiene los demás principios que el Sr. Primo de Rivera va triturando en su discurso.
En su obra Discurso sobre el origen de la desigualad entre los hombres, Juan Jacobo Rousseau lo enuncia del siguiente modo: “Los hombres son perversos: una trise y continua experiencia dispensa la prueba. Sin embargo, el hombre es naturalmente bueno; creo haberlo demostrado. ¿Qué puede, pues, haberle pervertido sino los cambios ocurridos en su constitución, los progresos que ha realizado y los conocimientos que ha adquirido? Admírese cuanto se quiera la sociedad humana; pero no será menos cierto que lleva necesariamente a los hombres a odiarse entre sí a medida que sus intereses se encuentran, a prestarse en apariencia mutuos servicios y hacerse en realidad todo el daño imaginable. ¿Qué se puede esperar de un trato en el cual la razón de cada particular le dicta a éste principios completamente opuestos a aquellos que la razón pública aconseja al cuerpo de la sociedad y en el que cada uno encuentra su provecho en la desgracia ajena?”
Así, el hombre es naturalmente bueno, y cuando su naturaleza se aísla, procede rectamente; en cambio, el mal penetra en ella por la vía externa de la sociedad.
No se hará nada –o se haría muy poco– en la extirpación de los males que la doctrina de Rousseau ha desencadenado en la sociedad humana, si ese falso dogma no es atacado abiertamente. Y no puede serlo sino aceptando el contrario; el que afirma que el hombre en su actual condición no es naturalmente bueno, por tener su naturaleza tendencia al mal; en otras palabras: la doctrina rousseauniana sólo será eficazmente combatida aceptando sumisamente el dogma del pecado original, central de la economía de la Religión católica.
Y con esto estamos en plena doctrina tradicionalista. Es sabido, en efecto, que ésta, si bien sostiene la substantividad del orden político, su carácter científico y su autarquía en lo que a su órbita propia afecta, admite la dependencia negativa de la Política con respecto a la Religión, en cuanto a los principios que de ésta necesariamente aquélla ha de tomar, entre los cuales figura el cardinal de la condición de la humana naturaleza, a la cual la Política da la ley reguladora de su vida de relación. Si, pues, las conclusiones aceptables de dicha disciplina han de ser las que parten del antecedente de una caía de la humanidad, por ser quimérico el pensamiento de Rousseau, la “la bandera que se alza” en materia tan fundamental no es sino la misma tradicionalista, de la que se ha ocultado –no, por de contado, intencionadamente o con mala voluntad– alguno de sus blasones.
Menos dificultades exige el poner de manifiesto la identidad en cuanto al aspecto específicamente político de la doctrina. Tradicionalismo, en este orden, es substancialmente antiliberalismo. Un siglo entero, sin desmayos, sin descanso, con tenacidad no igualada, con intransigente obstinación, que hoy para los de fuera resulta ya anticipación reflexiva, el Tradicionalismo ha señalado en el Liberalismo el error político de consecuencias más graves, y predicho una por una éstas, entre las que ponía la disolución del Estado. La gran imbecilidad del Estado liberal en el mundo entero fue ésta: su calificativo agusanaba su substantivo. El Estado se dejaba roer la esencia por lo que en él era adjetivo. El Estado liberal, servidor de la doctrina rousseauniana –como muy bien dice el Sr. Primo de Rivera– se devoraba a sí mismo cual nuevo Catoplebas.
¿Cómo podía ser otra cosa? Si la sociedad es la causa del mal observado en el hombre, la sociedad había de ser su mayor enemigo. Y como el Estado es el órgano que da eficacia jurídica a la actividad social, el Estado es para el hombre –dentro de la doctrina de Rousseau– el objeto asentado en el más alto grado que quepa imaginar de la categoría de la enemistad humana. El Estado liberal, impregnado de este pensamiento, se hallaba en la trágica situación del sacerdote ateo. O termina por no ejercer su sagrado ministerio y por aborrecerlo, o acaba por ser creyente. El sacerdocio y el ateísmo se devoran mutuamente. Así, el Estado liberal, o había de terminar dejando el poder en plena calle después de haber sido despectivamente abofeteado por quienes se denominaban sus súbditos por la fuerza de la costumbre tan sólo, o había de repudiar su calificativo.
“Los gobernantes liberales no creían –dice el Sr. Primo de Rivera– ni siquiera en su misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado por las buenas o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los guardianes del Estado mismo a defenderlo.” ¡Cómo habían de creer! Si la autoridad es un mal porque la sociedad lo engendra, y la autoridad es cosa de la sociedad, ¿qué podía oponer seriamente el Estado a lo que los ciudadanos libres (la libertad y el bien) alegasen contra su ejercicio?
Por eso el Tradicionalismo –bien asentado sobre el principio de autoridad considerado como un bien para los ciudadanos–, al sostener, no sólo la compatibilidad, sino la armonía de la autoridad con la zona de la libertad coincidente con el Derecho, era la única doctrina que podía impedir la disolución del Estado. Y sin preocuparse de las estúpidas acusaciones de absolutismo, mil veces repetidas bajo formas diversas, sostenía ardientemente la necesidad de un Estado fuerte. En el cual, por cierto, veía el mayor obstáculo para que el Poder buscase refugio “en la tienda de campaña de la Dictadura”. ¿Es ésta la concepción del Estado que el Sr. Primo de Rivera opone al Estado liberal? Pues tampoco, como se ve, añade nada a la concepción tradicionalista.
Ni aun siquiera en lo que pudiéramos llamar episódico o pintoresco; porque el cuadro del gobernante asediado por todas partes en el sistema democrático y en constante derroche de energías –pintado de mano maestra por el Sr. Primo de Rivera– es de sobra conocido de los lectores que pasaron sus ojos sobre libros tradicionalistas. Más de una y de dos veces se ha hecho surgir ante ellos la figura de “un hombre dotado para la altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas, que tenía que dedicar el 80, el 90, el 95 por 100 de su energía a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, dormitar en los escaños del Congreso, a adular a los electores, a aguantar sus impertinencias, porque de los electores iba a recibir el Poder; a soportar humillaciones y vejámenes de los que precisamente por la función casi divina de gobernar estaban llamados a obedecerle; y si después de todo eso le quedaba un sobrante de algunas horas en la madrugada y de algunos minutos robados a su descanso intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre dotado para gobernar podía pensar en serio en las funciones substantivas de gobierno”.
No cayó nunca el Tradicionalismo en los errores del organicismo. Jamás predicó que la sociedad se identificase con un Leviathan, del que los seres humanos fuesen los átomos o las moléculas. Pero siempre mantuvo la existencia en las sociedades de personalidades morales y jurídicas colectivas, con unidad de ser, por lo tanto. Y esta unidad la hacía radicar no en la materia, sino en el espíritu; no en la sangre, sino en la cultura. La unidad católica por la que el Tradicionalismo tanto propugnó, no respondía más que a la obvia consideración de que la Religión había sido en España un hecho asociante –aparte de su carácter sagrado– por la naturaleza de la ofensiva sarracena contra la independencia patria.
Una unidad de pensamiento, de conciencia y de acción, son la antítesis de la libertad absoluta de pensamiento, de conciencia y de proselitismo. La libertad que el liberalismo defendía, derivada del concepto de soberanía individual de Rousseau, debía disolver la unidad espiritual de las personalidades sociales, y, en especial, de las nacionales. El Sr. Primo de Rivera condena esa disolución espiritual de los pueblos, que imputa quizás al hecho menos trascendental del Liberalismo, pero que es suya. Los hombres –dice–, a pesar de lo que ven escrito en el frontispicio del Estado liberal, nunca se sintieron menos hermanos que en el seno de su vida turbulenta y desagradable. Y clama porque la unidad se restablezca. “La patria –afirma– es una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases; la Patria no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido mejor organizado. La Patria es una síntesis trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir; y nosotros lo que queremos es que le movimiento de este día y el Estado que cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad indiscutible, de esa unidad permanente, de esa unidad irrevocable que se llama Patria.” Y más adelante, delineada y perfeccionada la expresión de un pensamiento que pugnaba por desprenderse de la bruma de las anteriores palabras, proclama lo siguiente: “que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino”.
Una vez más, la “bandera que se alza” se abate sobre el Tradicionalismo. En esas dos líneas está la definición tradicionalista de Nación, que en su aspecto afectivo es la Patria. Nación es una sociedad de pueblos diversos unidos por la realización en ella del destino humano de sus asociados. En su composición entra la unidad del conjunto (nacional), y la variedad de sus miembros (foral). Es su fin el propio de la humanidad en el orden temporal, que por la oposición que a la convivencia de todos los hombres en una sola sociedad suscitan obstáculos de diversa naturaleza, se alcanza, no en lo universal humano, sino en las sociedades particulares nacionales.
Y la coincidencia va más lejos. Llega a los orígenes mismos de la evolución social, preparando con ello la que debe existir en el problema de la representación. El Tradicionalismo, fundamentalmente orgánico, pone la célula social en la familia, y considera la Nación no como una mera agregación de individuos, sino como una expansión de aquélla en el tiempo y en el espacio. Pues el Sr. Primo de Rivera dice: “Nacemos todos miembros de una familia; somos todos vecinos de un Municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de un trabajo”. No hay en el proceso evolutivo la perfección con que lo percibe el Tradicionalismo; no hay tampoco la separación entre el propio del ser y el de su actividad; pero la coincidencia substancial existe. El Tradicionalismo, en efecto, al contemplar la familia como célula social, percibe en ello una doble evolución. La de su ser pasa primero por el Municipio, después por la Hermandad municipal o Región y finalmente se concreta en la Nación. La de su actividad, ejercitada en el primer taller fijado en el hogar, engendra horizontalmente la clase y verticalmente la corporación.
No hay tampoco sobre este particular en la “bandera que se alza” nada que no estuviese inscrito en la del Tradicionalismo con mayor perfección.
Puesta la coincidencia en las premisas, había de existir también en las conclusiones. “Que desaparezcan los partidos políticos –dice impetuosamente el Sr. Primo de Rivera–. Si esas son nuestras unidades naturales, si la familia y el Municipio y la corporación es en lo que de veras vivimos, ¿para qué necesitamos del instrumento intermediario y pernicioso de los partidos políticos que para unirnos en grupos artificiales comienzan por desunirnos en nuestras realidades auténticas?... Queremos que todos se sientan miembros de una comunidad seria y completa; es decir, que las funciones que realizar son muchas: unos, con el trabajo manual; otros, con el trabajo del espíritu; algunos, con un magisterio de costumbres y de refinamientos. Pero que en una comunidad tal como nosotros la apetecemos, sépase desde ahora, no debe haber convidados ni debe haber zánganos.”
¡Que desaparezcan los partidos políticos!... ¿Ha sido otra la voz que, clamando en el desierto hasta ahora, viene lanzando a los cuatro vientos el Tradicionalismo? Personalmente, a requerimiento muy honroso que se me hizo hace diez años para que expusiese un plan de reforma del Estado, por quien lo tenía entonces en sus manos y experimentaba la sensación de su necesidad, dije lo siguiente: “A pesar de que en la Constitución española no se hacía la menor mención ni de la actuación de los partidos políticos ni de la representación de éstos en las Cámaras, el hecho indiscutible era que el Congreso y el Senado, dentro de las impurezas de la elección, eran simplemente una representación más o menos perfecta de los partidos políticos españoles. Y es evidente que el órgano de la representación pública tiene que serlo de la nación misma y no de organismos superpuestos a ella, y que sobre ella vegetan parasitariamente.” Y añadía: “La representación en Cortes debe ser, pues, de aquello que es consubstancial a la nación; es decir, de los intereses sociales, que, por ser orgánica la sociedad, son fomentados de manera permanente por las clases sociales…”. ¡También entonces la voz del Tradicionalismo clamó en el desierto! ¿Quién es capaz de imaginar la grandeza de España en los actuales momentos, si al comienzo del último decenio se hubiese introducido en el Estado español la reforma por mí propuesta entonces, y que hoy vivamente propugna el señor Primo de Rivera?
Sí, deben desaparecer los partidos políticos como instrumentos de gobierno y elementos de representación nacional. Representa a la nación lo que en ella es permanente, y bajo algún aspecto se identifica, en su propio interés, con el interés nacional. Por eso el Tradicionalismo, al separar el Gobierno de la Representación, hizo aquél función de la Soberanía, y entregó ésta a los Cuerpos de la Nación (Corporaciones), a los del Estado y a las clases sociales. Y de la manera más sencilla resolvió el problema político de la organización del Estado, que coronó con el “Señor que no se nos muera”, postulado por el Sr. Primo de Rivera. Pero lo hizo no de modo místicamente revolucionario, sino serenamente racional. España sabe hoy por dolorosa experiencia a dónde conduce la captación revolucionaria de la frase de San Francisco de Borja. Quien la proclamó en el orden político sirvió después a “señor que mató”. No; el Tradicionalismo tiene “el Señor que no se puede morir” en la única forma posible en política: en la forma de institución. Y así la adoptó, creando la Monarquía representativa hereditaria.
En ella concluyen, lógicamente, los antecedentes que proclama el Sr. Primo de Rivera.
Exigiría más espacio poner de manifiesto algunas discrepancias –por estridencias, sin duda, del lenguaje– que en materia social separan a dicho señor del Tradicionalismo. Pero en lo fundamental, la coincidencia es notoria. “El Estado liberal –dice– vino a depararnos la esclavitud económica, porque a los obreros, con trágico sarcasmo, se les decía: “Sois libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis unas u otras condiciones; ahora bien, como nosotros somos los ricos, os ofrecemos las condiciones que nos parecen; vosotros, ciudadanos libres, si no queréis no estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre, rodeados de la máxima dignidad liberal.” Años y años hace que el Tradicionalismo dijo cosa parecida. Con la autoridad, a mayor abundamiento, de señalar el régimen de trabajo que, durante siglos, había evitado la esclavitud que forjó el liberalismo.
Fuente
[editar]- Acción Española (Antología): «¿Bandera que se alza?» (marzo de 1937). Páginas 210-218.