¿Quién es ella?
Cuentan de un corregidor,
nada bobo,
que siempre que al buen señor
denunciaban muerte o robo,
atajando al escribano
que leía la querella,
exclamaba: ¡al grano, al grano!
¿Quién es ella?
Así dio comienzo don Manuel Bretón de los Herreros a una de sus más donosas letrillas, en la cual probaba por a+b que
- ¡no hay remedio!
- En todo humano litigio,
- a no obrar Dios un prodigio,
- siempre hay faldas de por medio.
De la misma madera, limo o lo que fuere, de que Dios formara al corregidor pintado por el gran poeta cómico de España, envió Su Majestad don Felipe V a estos sus reinos del Perú, allá por los años de 1712, al licenciado don Juan Alejo Cortavitarte con el cargo de alcalde del crimen de la ciudad de Lima. Para don Juan Alejo, como para el corregidor bretoniano, no se cometía crimen o delito en el territorio sujeto a su jurisdicción, sin que causa, agente o cómplice fuera alguna hija de Eva.
Campanero de la Merced era por entonces un gallego, el hermano Emerenciano, hombre de poca sindéresis y que frisaba en los cuarenta años, el cual tenía por auxiliares para repiques y cuidado de la torre a otros dos hermanos legos, mocetones y gente de poco más o menos.
Emerenciano gozaba reputación de fraile austero, cumplidor de su deber y devoto hasta el fanatismo. No era de esos azotacalles que pasan la mayor parte del tiempo lejos del claustro. Ni la maledicencia, que en todo se ceba y para la que no hay fama libre de escupitajo, halló jamás pretexto para morder en el humilde lego mercenario. No se le conocían comadre ni sobrinos, como a la mayoría de los ministros del altar. Si Emerenciano no era un santo, poquito le faltaba.
A las mueve de la mañana celebrábase diariamente la misa solemne del convento, y desde esa hora hasta pocos minutos antes de las diez permanecía en la torre el campanero con sus dos subordinados, para dar el repique de anuncio y el final y las campanadas rituales en el momento de la elevación.
Fue el caso que una mañana se vio al lego Emerenciano montarse sobre la balaustrada y lanzarse en el espacio. Cayó desde treinta pies de altura sobra las piedras de la plazuela y se descalabró.
¿Aquello era un suicidio voluntario o involuntario? ¿Sus auxiliares lo habían acaso precipitado? Resolver estas preguntas competía a la justicia; esto es, a su representante el licenciado Cortavitarte.
-Vaya, don Juan Alejo -le decían sus amigos.- Alguna vez habíamos de ver que falló su aforismo. Aquí sí que no hay ni puede haber quién es ella.
-¿Y por qué no? -contestaba el alcalde.- Mi aforismo no marra ni marrar puede.
-Pero ¿está usted loco? -le argüían.- ¿No sabe usted que para el difunto las mujeres estaban de más sobre la tierra?
- ¡Quién sabe! -replicaba el juez.- Ya nos dirá el proceso quién es ella.
Y el proceso habló y dijo: que la preciosa condesita de C..., que habitaba la casa fronteriza a la torre, tenía por costumbre bañarse en el estanque cuyas paredes, altamente muradas, la ponían fuera del alcance de curiosos vecinos, imaginándose también libre de acechadores en la torre. Hizo el diablo que una mañana el campanero, que tenía ojos de lince, alcanzara a descubrir las esculturales formas de Venus convertida en ondina, y desde ese momento la castidad del lego se evaporó, despertánsose en él la adormida lascivia. Si al santo rey David, con ser quien fue, le levantó roncha en las entretelas del alma la contemplación de Betsabé en el baño, no veo por qué un humildísimo lego había de tener blindaje para resistir y salir incólume del peligro tentador. Y tanto dio en deleitarse con el gratis y matinal espectáculo, que un día para mejor estimar algún detalle se encaramó sobre la balaustrada y, casualidad o vértigo, ello es que se rompió la crisma.
Don Juan Alejo Cortavitarte, al firmar el último auto del proceso, se restregó las manos de gusto, y olvidando la gravedad de juez, hizo un par de piruetas, diciendo al escribano:
-Ya ve usted, don Antolín, que me he salido con la mía:
- «En toda humana querella,
- pregúntese: ¿quién es ella?»